XI Sol

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El anciano peregrino dejó atrás al muchacho y paseó tranquilamente por la plaza. Nadie podía verle, si bien todos sentían el calor de su presencia. Se mostraba satisfecho, orgulloso de todo lo que veía, de todo lo que encontraba a su paso. Se detuvo junto al vendedor de hojas de papiro, le susurró al oído algunas palabras y continuó caminando calle arriba, dirección al templo que se erguía poderoso sobre una colina. Sin más, comenzó a subir uno a uno los escalones de su templo.

Enoc salió a su encuentro, con sincero sentimiento hizo una respetuosa reverencia. Le faltaba el aliento, se le entrecortaba la voz por la emoción ante la presencia de su amigo, padre y dios. 

—Señor,  todo se ha completado, espero y deseo que sea de su agrado.

Y desde lo alto de la escalinata, junto al altar sagrado, Enoc extendió orgulloso su brazo para mostrar la maravilla de la ciudad que había levantado, tal y como le había pedido su dios. Al ver al hombre asomado junto el altar, la muchedumbre de gentes que se agolpaban en la plaza se apresuraron emocionados a dar palmas y cantarle vítores y alabanzas, agradecidos por su cariño y devoción. Él era el corazón que latía con fuerza y daba vida a cada rincón de aquel oasis rebosante de armonía, de belleza y de paz.

El viejo Sol asintió moviendo afirmativamente la cabeza. Nada podía causarle más satisfacción que volver a ver a su querido y añorado hijo. Juntos, el Dios y el Hombre, se fundieron en un abrazo sincero.

Enoc comenzó a hablar, señalando orgulloso hacia la ciudad y alzó poderosa voz para que todos le pudieran escuchar:

«Mirad, Señor. Desde aquí partí en busca de un lugar para hacer posible el sueño del Sol. Y aquí nuevamente regresé cuando comprendí que en el mundo no había sitio igual.

»Me senté sobre la hierba viendo pasar el tiempo, imaginando cómo sería esa ciudad digna de mi dios; construyéndola en mis sueños. Mas una duda rondaba mi cabeza: cómo podría levantarla yo solo sin ayuda de nadie; aquella era sin duda alguna una empresa imposible. Pero después de mucho esperar, ocurrió algo extraordinario. Desde todos los lugares que visité a lo largo de mi viaje, guiados por el lento caminar del sol, empezaron a llegar personas que creyeron en mí y en que era posible convertir la utopía en realidad.

»Así, poco a poco, sin prisas, con el esfuerzo y trabajo de todos nosotros, fuimos transformando el sueño en ciudad. Levantando una a una las casas, las calles, las plazas y jardines. Y, por último, este templo en honor a nuestro protector el Sol.

»Y llegó el día en que todo estuvo terminado, tal y como lo habíamos imaginado. Entonces organizamos una gran fiesta para celebrar que la ciudad era ya una maravillosa realidad. Nuestra felicidad y nuestro gozo compartido de aquel día, solo pudo ser superado por la esperada llegada de nuestro dios para poder mostrarle, orgullosos, el resultado de nuestro amor y devoción hacia él.

»Recuerdo aquel día como si lo fuera hoy. Pues, al igual que entonces, nuestro dios llegó cuando la tarde ya se apagaba, como lo hace ahora. Y de la misma manera salí emocionado a fundirme con él en un abrazo y a mostrarle el fruto de nuestro trabajo: la ciudad ya conclusa, tal y como habíamos acordado».

Todos los allí presentes se sentían satisfechos y orgullosos de su trabajo y esfuerzo. Y elevaban sus cánticos y plegarias en una sola voz, la de Enoc, Hijo del Sol.

«También recuerdo cada una de las palabras que dijo en ese mismo momento: Hijo mío, realmente la ciudad que habéis levantado es digna de un dios y por ello me siento satisfecho y halagado. Mas mi sueño aún no se ha completado, pues mi verdadero deseo es que viváis en ella como auténticos hermanos: 'En el amor a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a vosotros mismos'. Pues mi pueblo no ha de estar hecho de piedras, sino de almas puras. Y habiendo dicho estas palabras se fue con el último rayo de sol en aquel día de gloria y alabanza».

La sangre de EnocWhere stories live. Discover now