VIII Enoc

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El viento racheado arremolinaba las telas de los balcones. Desvanecidos el aroma de los inciensos y las flores. Muda la ciudad sin las risas de los niños ni los cantos de los fieles. Ya no quedaba nadie allí. ¿Dónde fueron todos? Desaparecieron de repente. Los puestos de los tenderos abandonados, las calles solitarias y vacías. Incluso la luna vencida se plegó a la oscuridad de aquella noche; también las estrellas parecían querer disiparse en la inmensidad del cielo. Sólo quedábamos nosotros, caminando en esperpéntica procesión. El templo no estaba lejos, aunque alcanzarlo se nos hizo un trayecto largo y cansado.

Subimos los escalones con lenta parsimonia. Leteo cargando con su padre inconsciente, perdido en sus divagaciones y superado por el rápido devenir de los acontecimientos. Elena sin dejar de llorar, apoyándose en Ería que no encontraba palabras para consolarla. Y, tras ellos, yo, ensimismado en mi desesperación, viendo como todos nuestros sueños e ilusiones se desvanecían con nuestra infancia en aquella noche calurosa de verano.

Al final de la escalinata se levantaba un sobrio altar hecho con tres piedras, una horizontal reposaba sobre dos en vertical; detrás, la sacerdotisa madre nos miraba con rostro serio e impertérrito, parecía que nos estuviese esperando. Un ramillete de muchachas tímidas e inocentes se escondían tras de ella, curiosas y asustadas asomaban sus rostros para mirarnos y volverse a esconder. La belleza en la sencillez y la pureza cual frágiles e inocentes ángeles.

La sacerdotisa me miró fijamente, su rostro tornó menos serio, como si me conociese, como si comprendiese mi angustia y aflicción. Con voz alta, pero nerviosa, preguntó:

—¿A qué habéis venido? ¿Qué esperáis de mí?

—¿De ti? De ti nada, más bien de él —se respondió Ería.

Con una media sonrisa intenté justificar la inocente insolencia autosuficiente de mi hermana menor. Mas ambos sabíamos que tenía razón.

La suma sacerdotisa se sonrojó, bajó la mirada y alzó una mano para señalar hacia atrás. 

—Entrad, os aguarda.

A escasos metros del altar, una fila de columnas de mármol estriado soportaba un capitel sencillo y austero sobre el que reposaba el frontón que mostraba, en relieve, a todos los que hasta allí llegaban, la victoria de Enoc frente al demonio-serpiente. Tras las columnas se nos abría una gran puerta dorada, permitiéndonos acceder al interior.

—Bienvenidos seáis al principio, bienvenidos igualmente en el final. —La voz de un hombre, firme, segura y tranquilizadora desde el interior nos invitaba a pasar.

En el centro del fondo de la sala, solemne y recio, un trono tallado por hábiles manos de artesano, hecho de madera de ébano, negro café, repujado en oro y marfil y engarzado con piedras preciosas, zafiros, diamantes y esmeraldas. Y sentado sobre su solio, grácil y etéreo, pero también derecho y austero, Enoc, el hijo del Sol. Era el recién nacido, el niño, el joven, el hombre, el anciano y todos en él a la vez. La piel del más puro e impoluto alabastro. El cuerpo de un joven atleta, musculado y elástico. Su rostro el de un hombre sereno, poderoso, aunque a la vez confiado y humilde. Una barba despoblada y unos cabellos largos y sedosos del color de la miel. Su tez firme, estirada; su nariz fina y roma. Los ojos de caramelo, la mirada del anciano sabio: fría, distante, perdida en la profundidad de las vidas que llegaba a ver. Una pieza liviana de tela blanca le cubría ligeramente. El brazo diestro estirado hacia delante y la mano asida a un fino rayo de sol. Con la mano siniestra agarraba un gran libro que descansaba sobre su costado. Sobre las sienes una corona de hojas doradas de laurel.

Y ante el hijo de un dios me encontraba frente a frente. Embriagado de éxtasis en el delirio de gratos placeres. Torbellino de sensaciones golpeaban mis sentidos que inexorablemente se entregan saciados en plenitud para vaciarse y volverse raudos a colmar como en inagotable manantial. Absorto únicamente en lo supremo de su sola presencia, imbuido en lo sublime de su estar. Retenido en un tiempo que no hubo existido jamás. Extraña armonía en lo plácido del silencio y en el inmutable regocijo de la paz. Y me sentí fuerte y revivido, despojado del cansancio y del dolor del camino, de los miedos y la tristeza del ser ya sobrevivido.

La sangre de EnocDove le storie prendono vita. Scoprilo ora