VI Amor

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¡Ay, amor!, si conociéramos tu significado verdadero y lo aplicáramos, el ser humano tendría una oportunidad de ser salvado; sin él, al odio eternamente condenado.

—Hola —dijo Elena en voz baja y entrecortada; se guardaba en la penumbra de la entrada de zaguán. Quiso seguir hablando al ver a su amor llegar, pero de sus labios tan solo pudo dejar escapar un suspiro apasionado. 

El joven que recién llegaba distraído no se había percatado de la presencia de la joven.

—¡Hola...! —exclamó abrumado el recién llegado al verse sorprendido, sin saber qué más decir.

—¿Es solo eso, lo que se te ocurre decir al verme? —Continuó melosa la dama. 

—Hola, mi dulce princesa prohibida —dijo Leteo al distinguir en la oscuridad el brillo en los ojos de su enamorada.

—Eso sí, eres zalamero y adulador como nadie. Seguro que les hablas así a todas las muchachas de la ciudad —sonrió coqueta Elena, aunque algo celosa.

—¿Me repruebas por serte sincero? Mira... Antes de que llegaras fui a buscar algún presente para darte una sorpresa. —Sacó una cajita de madera, ofreciéndosela algo nervioso a su bella amada.

Elena abrió el pequeño cofre; dentro, un anillo de plata, un fino aro terminado en dos manos cruzadas. Sus ojos negros se abrieron al reflejo del metal. 

—¿Es este el presente de un amigo? Porque si es así, no lo quiero. —Hizo un ademán de devolverlo. Él insistió.

—¿Es este el presente de un amigo? Porque si es así, no lo quiero. —Hizo un ademán de devolverlo. Él insistió.

El enamorado cogió la mano de Elena con ternura y desbordada emoción. Qué derroche de sensaciones compartidas, de deseos sinceros, al simple roce de unas manos, al contacto de sus trémulos dedos.

Leteo era un joven apuesto, parecía un dios griego, el mismo Hércules hijo de Zeus. Ninguna escultura dio jamás su talla ni alcanzó tan noble pose. Era alto, fuerte como un toro, cada músculo se reflejaba con nitidez en su cuerpo. Tenía la piel morena y la melena  rubia, larga y rizada como la de un león. Sus ojos del color de la canela, su mirada penetrante y limpia, sus labios carnosos. Pero si por algo destacaba era por su juventud y una fuerza capaz de todo. Para él nada era imposible, ya dijo el poeta: puede porque quiere y queriendo él, ¿qué no pudiere?

Tan absortos estaban los tortolitos, embriagados de su amor, que ni siquiera se percataron de mi regreso y, escondido entre las sombras, como emocionado espectador de tan romántico momento, trataba de comprender aquellas emociones que escapan de todo control, como manada de caballos desbocados.

¡Ah! Enamorados, locos enamorados, estúpidos e ilusos enamorados, ¿creen acaso que están solos en este mundo?, que nada va con ellos, que su amor está por encima de todo y que con todo puede. No comprenden que el amor se guarda en un pequeño frasco de fino alabastro, tan frágil que... con un solo reproche se rompe e irremisiblemente se pierde como agua de lluvia de mayo entre los dedos.

—¡Leteo! ¿Qué estás haciendo? Vuelve de inmediato a tu trabajo, date prisa hijo mío. Termina de recoger la tienda y entra en casa, tengo algo importante que deciros y quiero que estéis todos presentes —avisaba Saulo que preocupado por nuestra tardanza, había salido a nuestro encuentro.

—Claro padre. —Agachó la mirada el hijo ante la presencia del padre.

Elena soltó la mano de su enamorado y con rapidez fue en mi búsqueda al verme salir precipitado de mi escondrijo. 

La sangre de EnocDonde viven las historias. Descúbrelo ahora