XXV Leteo

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Mariposa toma la circunvalación que rodea la gran urbe. Asombrado, admiro como ha crecido mi ciudad en este tiempo. Como un ser vivo que no deja de crecer, de cambiar, de expandirse a lo ancho y a lo alto. Sus calles y amplias avenidas, sus plazas, parques y jardines, los edificios públicos, las viviendas y sus rascacielos que apuntan al firmamento. Por un momento me dejo llevar por la imaginación, pensando cómo podría llegar a ser en los siglos venideros.

Mariposa toma una salida hacia las afueras. No muy lejos detiene la moto frente a las puertas de un gran solar rodeado de una valla alta y coronada de alambre de espino. «Peligro. Propiedad privada. Prohibido el paso» puede leerse en varios carteles por todos lados.

No han pasado ni unos segundos y la enorme puerta de hierro se abre sola. La inspectora acelera la moto por una carretera que corta en dos una tierra muerta y gris en la que no hay ningún árbol, planta ni animal. Una densa niebla se arremolina a nuestro paso entorpeciéndonos la visión, acompañada de un olor fétido que emana de una ciénaga de aguas estancadas, impregnándonos a nosotros también y consumiendo nuestras energías.

La carretera avanza en línea recta hasta la fachada de piedra empotrada contra la roca de una mesa, una montaña de perfiles planos y abruptos que campea solitaria sobre aquella llanura.

Mariposa detiene la moto.

—¡Vaya! Este sería un sitio perfecto para hacer una película de terror. Ahora ¿qué?

—Busquemos alguna puerta. Seguro que tiene que haber alguna forma de entrar por algún lado —respondo llevado por la curiosidad entremezclada con cierta incredulidad—. Si hay algún lugar en el mundo en el que Leteo se sienta a gusto, debe ser este. Está ahí adentro, lo presiento.

Con un sonoro crujido que parece partir las rocas comienza a desplazarse una piedra movida por algún extraño mecanismo y dejando una entrada al interior de la mesa. Desde dentro, numerosos ojos destellan brillantes como el resplandor de estrellas en una noche oscura. Mariposa echa mano a su pistola.

—Tranquila, no tengas miedo, no estamos en peligro, aún. —Trato de tranquilizarla—. Entremos.

Nada más entrar, el mismo estruendo tras nosotros y el mismo mecanismo cierra la piedra a modo de puerta, dejándonos completamente a oscuras. Solo se puede ver el destello de esos ojos y un murmullo creciente que comenta nuestra llegada, amplificándose en la oquedad del interior de la gran sala en la que nos encontramos.

—Bienvenidos a mi humilde morada, entrad libremente, por vuestra propia voluntad, y dejad parte de la felicidad que traéis con vosotros. Me alegro de volver a verte, mi querido hermano. Ha pasado mucho tiempo... —se escucha una voz fina y entrecortada que se repite entre las paredes de la cueva, imposibilitando detectar desde dónde llega.

—Agradezco tu amabilidad y deferencia hacia nosotros, también que nos hayas abierto las puertas de tu «humilde morada». Yo también me alegro de nuestro nuevo reencuentro, hermano —devuelvo en el mismo tono sarcástico.

Una sombra se desplaza con rapidez a mis espaldas, acercando su rostro al mío, tan cerca que puedo oler su aliento. Sus pequeños ojos, blancos como estrellas, se esfuerzan por escudriñar mis facciones, buscando en mi interior mis intenciones.

—¿Otra vez Malk?, ¿otra vez vienes a mí buscando respuestas? Resultas tan cansino, tan previsible, querido hermano.

—Y tú, tan melodramático como siempre, hay cosas que no cambian por mucho tiempo que pase. Me alegra saber de ti, bien sabes que nunca te desee mal alguno. —Le busco clavando en él la mirada.

—Ni yo tampoco, te lo aseguro, solo que... la vida nos llevó por caminos distintos y, en ocasiones, nos posicionó en bandos diferentes; además, qué más da ya, si aquí estamos —suelta unas estridentes risas que más parecen el chillido de una rata, compartiéndose por todos los presentes  en la sala.

La sangre de EnocDonde viven las historias. Descúbrelo ahora