V Ciudad

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—Esa es una historia muy bonita, joven. 

La silueta difuminada de un anciano se acercaba a nosotros desde el camino, su paso fatigoso levantaba una nube de polvo a su alrededor, envolviéndole de sombras.

—No es simplemente un cuento. Es la leyenda de Enoc, el hijo del Sol —rebatió Ería, algo molesta por la desconsideración.

—¡Oh!, disculpad, no sabía que hablarais de tan gran Señor. —El anciano cayó de rodillas a nuestro lado—. ¿Serías tan amable de darme agua? Este sol quema mi piel y ahoga mis lágrimas...

Con mis manos temblorosas por la imprevista situación, cogí un poco de agua y la acerqué a sus labios. Bebió y enjugué su rostro con mis dedos limpiándole el polvo del camino.

—Muchas gracias caballero. Me habéis devuelto la vida.

—No hay de qué viajero. No he hecho nada que no hubiera hecho cualquier otro.

—Será mejor que continuemos o se nos echará la noche encima y nos perderemos las celebraciones —sugirió Elena contrariada por la superposición de causalidades.

—¿Hacia dónde se dirige usted? —preguntó Ería al peregrino.

—Voy camino del templo de aquella ciudad —señaló el recién llegado hacia el valle. Y la ciudad pareció resplandecer más aún si cabe—, al encuentro de un fiel y leal amigo que me aguarda por largo tiempo. Si me lo permitís, caminaré junto a vosotros.

—Será un honor peregrino —asintió Elena animosa.

Ería corrió a su lado y ofreció su hombro al recién llegado para ayudarlo a caminar.

No tardamos en llegar a la ciudad, la entrada se hacía a través de un gran arco sostenido sobre columnas que conmemoraba el triunfo de la luz ante la oscuridad. Sobre el arco relucía una estatua en cobre de un hombre puesto en pie. Protegían sus manos entrecerradas un sol que brillaba en su interior con tanta intensidad que destellos radiantes se le escapaban entre los dedos, alumbrando tenuemente cada rincón de la ciudad; como un faro que ilumina a los peregrinos a lo largo del sendero. Al cruzar al interior de la ciudad, te sentías transportado a otro lugar en una confortable sensación de eterna seguridad.

No encuentro palabras para calificar aquella ciudad que levantó Enoc con tanto amor. Por más que quisiera, me resultaría imposible explicar con palabras lo que allí se mostraba a los sentidos. Tan sólo aquellos que la conocieron llegarían a comprender lo que fue, pues no hubo nunca nada igual, nada que se le pareciera ni nada con la que comparar. Si hubiese alguna manera con la que podérosla mostrar, no dudaría en abriros sus puertas para que en ella pudierais entrar. Fue conocida como la "Ciudad del Sol" o más tarde como la "Ciudad de Enoc", pues él fue el arquitecto que la diseñó y levantó con tanta devoción. Ninguna otra construida sobre este planeta pudo jamás superarla en belleza y perfección.

Cada año, en este día,  se celebraba una gran fiesta para conmemorar la victoria de Enoc sobre el demonio y para festejar por todos la dicha de la fundación de su hogar, los ciudadanos se volcaban en la celebración de una gran fiesta en honor a su Señor, el todopoderoso Sol.

La ciudad era un auténtico hormiguero de gentes que subían y bajaban por las calles, o que, despreocupadas, paseaban por jardines y plazas. Las casas se llenaban de familiares y amigos que venían de lugares lejanos para juntos compartir el gozo del reencuentro.

Decían que Enoc era el mecenas de los artistas, que nadie como él y su ciudad les inspiraba tanto. Por eso, como cada año, allí llegaban en busca de su bendición toda clase de actores, músicos, buhoneros, titiriteros, equilibristas y trapecistas, poetas y soñadores, cantantes, trovadores y bailarinas, pintores, escultores y hasta domadores de fieras. Y la ciudad se convertía hospitalaria en un enorme e improvisado teatro de contagiada felicidad, donde todo era posible. Y la vida se representaba en serena armonía, alegría compartida y completo amor.

La sangre de EnocWhere stories live. Discover now