XIII Ería

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«Jugaba tranquilamente con el gato; este, enfadado, mordió con sus afiliados colmillos mi mano, de la que brotó un fino hilo de sangre, y huyendo de mí, escapó corriendo fuera del templo. Fui tras él para enseñarle que estaba mal lo que había hecho, aunque también, temiendo le pasara algo. Pero en el exterior todo había cambiado. Ya no estaba en la ciudad de este valle.

»Me encontraba sola junto a un altar de oro, sobre una gran pirámide truncada en medio de una inmensa y tupida selva que se perdía en el horizonte y que estaba rodeada de enormes árboles que gritaban y chillaban en un ensordecedor estruendo de música descompasada, como si estuvieran enfadados y discutiendo.

»Bajé la pirámide. Un grupo de hombres con diferentes formas de animales: algunos de leones, otros de tigres, lobos, osos, panteras, leopardos y de muchas otras especies que desconozco; cantaban y danzaban al son de grandes tambores de guerra alrededor de hogueras; algunos, incluso, se enzarzaban en sangrientos combates.

»Tras de mí, la luna llena teñida de sangre.

»—¡Callad! —grité con todas mis fuerzas en el reflejo de la luna. La selva entera enmudeció al instante.

»Los hombres-bestia cayeron al suelo y postrándose ante mí, aullaron: «¡Madre!».

»Mi cuerpo se había transformado igualmente: mi pelo blanco me envolvía todo el cuerpo, en vez de manos tenía garras, las orejas puntiagudas, un coqueto rabo, bigotes largos y mis grandes ojos veían con claridad en la oscuridad de la noche.

»Pero yo me sentía angustiada por mi pequeño gato, mi querido amigo.

»—¿dónde estará, solo y perdido en esta peligrosa selva?, ¿qué le habrá pasado?

»Busqué a la luna que lloraba lágrimas de café y miel, y maullé en un quejido de lamento, llamando a mi niño perdido...»

Szuri distrajo mi atención en ese momento. Se rascaba con mi pierna indiferente a la historia que contaba mi hermana. Me agaché para acariciarlo, saltó confiado sobre mis brazos y se echó a dormir tranquilamente.

Enoc, sorprendido, prestaba suma atención al sueño de Ería, más incluso que yo. Y por un momento me pareció verla en forma de niña-gato.

«Con ágiles saltos a cuatro patas, bajé la pirámide y a la carrera me interné en la frondosa vegetación de la selva, buscando con desesperación, de él, algún rastro.

»En mi camino me crucé con algunos hombres-bestia; todos se postraban a mi paso, mas de él nada. Parecía que se lo hubiese tragado la tierra.

»Después de correr largo rato, alertada por gritos desesperados y gruñidos de una fiera, me acerqué a un pequeño poblado de chozas de cañas junto al borde mismo de un embravecido río. En medio del campamento un oso, el mismo con el que me enfrenté en la plaza, rugía furioso, a punto de atacar a algunas mujeres y niños de piel tostada. De entre ellos salió un niño no mayor que yo, su pelo de color ceniza; los ojos amarillos rasgados como los de gato. Y plantándose sin miedo frente al animal, repitió mis propias palabras: 

»—Ya, osito bonito. No tengas miedo. Yo seré tu amigo.

»Y el enorme oso se postró ante su domador gimiendo como un perro manso. El niño se echó a su lomo y se perdieron juntos entre la maleza. Yo los seguía observándolos a cierta distancia mientras los veía disfrutar jugando como buenos amigos.

»Yo era feliz por ellos pero a la vez me sentía tremendamente sola, sin poder hacer nada».

La sangre de EnocDonde viven las historias. Descúbrelo ahora