10 de agosto de 1868: Cuando el mundo quedó desolado.

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El viento veraniego agitaba las copas, sus ramas y hojas se acumulaban en el cielo, entretejiéndose en ese conjunto de ramificaciones que crecían de forma familiar, y seguirían de la misma manera cuando los celestes ojos de ella dejaran de ver y cuando sus oídos dejaran de escuchar el lejano estremecimiento del viento.

Michigan se pavoneaba frente a Bridget, su forma felina brincaba de una rama a otra, persiguiendo aves que no se atrevían a ir muy lejos.

Bridget lo miraba con esos maternales ojos que se habían apoderado de ella. Michigan era su compañero, su amigo...su hijo. Él la protegía y ella a su vez hacía lo mismo.

Un libro reposaba en su regazo abierto en una página aleatoria, no prestaba atención a él, quería utilizar todo el tiempo que pudiera quedarle en aquel sitio para ver a su compañero danzar entre pelaje negro y patas firmes.

Mientras lo veía pensaba, y pensó en la primera vez que vio a Michigan. Una pequeña bola de pelos en manos de un pequeño niño que caminaba sin rumbo. Llevaba harapos por ropas y sus pies caminaban descalzos en alguna lejana calle del viejo mundo del año 1950. Después de la guerra, catástrofes y catástrofes habían asolado al mundo. Pero ese niño...aún lo recordaba. Llevaba los cabellos manchados con el hollín de alguna chimenea en alguna fábrica que hubiese estado limpiando.

Bridget se acercó a él y le preguntó si se encontraba bien, si necesitaba ayuda.

—No hemos comido en tres días—cuando lo dijo, sus ojos bajaron al pequeño peludo que llevaba en sus manos. Sus pequeñas manos eran aún gigantes comparadas con el pequeño ser oscuro que residía entre sus dedos. Bridget lo había mirado un momento y le había sonreído.

—Toma—Brid le había tendido una moneda, lo suficientemente valiosa como para comer la siguiente semana sin problema alguno. Los ojos del niño se llenaron de lágrimas.

—¿Usted es un ángel? —había preguntado el niño y Bridget había negado con la cabeza. Su sonrisa no era burlona, estaba plagada de emoción.

—No, por desgracia—susurró ella—¿Cómo se llama? —preguntó apuntando al gato.

—El hombre que me lo dio, dijo que su nombre es Michigan—el niño sorbió por la nariz.

—Es un buen nombre...¿Qué más te dijo el hombre?

El niño la miró. Tenía unos profundos ojos negros que no escondían más que tristezas y un desolado pasado. Bridget sabía que no sobreviviría mucho, no mientras las cosas estuvieran de aquel modo.

—Dijo que era mágico...que lo protegiera y él me protegería...pero dijo algo más...señorita...

—Jones—soltó ella, regalándole una sonrisa.

—Señorita Jones...él dijo que era mágico, pero la magia no existe—"Qué triste", pensó Brid, "Es un niño pequeño que ha perdido el deseo de creer en la fantasía". —Y dijo algo más...algo relacionado con la familia Wyden...un heredero...un heredero al que debía entregarle al gato pero...señorita...yo no comprendo.

Brid soltó un suspiro y se encogió de hombros.

—Puedes quedarte con él, o puedes dármelo y yo buscaré a esa extraña familia de la que hablas.

—¿De verdad? —sus ojos se iluminaron. Bridget lo pensó. Un niño que no creía en la magia era un niño que ya había conocido las atrocidades del mundo y, por lo tanto, tenía muy claras sus opciones. Sabia lo que sucedería con el animal si se quedaba con él...liberarlo sería lo mejor.

—Por supuesto.

El niño bajó la mirada y sus tristes ojos miraron una última vez a Michigan antes de tendérselo a la joven. El niño contuvo el aliento y entonces sus ojos volvieron a encontrar los de Bridget. Unos ojos jóvenes que escondían viejos secretos.

REINA DE COPAS ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora