12 de agosto de 1868: Amores viajeros.

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Por años había permanecido vacío, el ático había sido un espacio que solo guardaba polvo y ratas, polvo y recuerdos de una vida que no era del todo agradable para las jóvenes Jones, o, mejor dicho, para Brid y Demetrie. Pero ahora, cien años en el pasado, el ático fungía como refugio de los tres amigos: los pelirrojos y el pelinegro. O bueno, así había sido antes, antes de que Klaus Ednes arribara a sus vidas, con sus revoltijos rizos dorados y sus singulares y extrovertidos ojos verdosos.

Joy no dejaba de mirarlo desde el otro lado, sentado sobre las mantas de la vieja cama de metal. Bridget estaba junto a Dem, blandiendo su espada de cristal, y Dem tenía en las manos su antiguo sable de hierro. La chica embestía al pelirrojo con rapidez y este esquivaba el golpe, y llevaban así al menos media hora. Joyland solo los veía, y ya había comenzado a aburrirse. En medio de la escena, de vez en cuando, alguno de los chicos lanzaba un gemido. Demetrie ya tenía una mancha de sangre extendiéndose sobre su antebrazo, y Brid ni siquiera le había pedido disculpas: Joy entendía, Brid seguía molesta.

Sin embargo, Bridget golpeaba a Demetrie y besaba a Joyland en el escondite del mundo.

Cuánto habían cambiado las cosas desde la muerte de Jones. Anteriormente, diecisiete años en el pasado, aquella escena habría sido distinta.

Joyland recordaba días en los que los tres chicos se refugiaban en el ático a practicar con sus armas. Recordaba un día en específico. Llevaba su daga en la mano, y estaba practicando su elevada puntería. Habían pintado una diana en el muro del ático con vieja sangre de algún viejo demonio que hubiesen invocado en un remoto pasado.

La daga volaba y caía, rebotaba y hacía estruendo, pero a Joyland no le importaba. Manejaba la daga de su familia como si esta fuese una extensión más de su cuerpo, como si le perteneciera, en cuerpo y alma.

Y Demetrie y Bridget estaban con él en ese día de nubes borrascosas. Habían llevado un par de libros, y ambos chicos pelirrojos estaban enfrascados en una ardua lectura pesada. Pero Joy los ignoraba, porque era lo mejor que sabía hacer, lo mejor tomando en cuenta sus posibilidades: estaba perdidamente enamorado de la chica y amaba a su amigo. Lo amaba con toda el alma, que ver a Bridget con otros ojos lo hacia sentir miserable.

Por eso no la miraba.

La daga cayó y el estruendo de la madera contra el metal perforó el ático. Bridget dejó caer el libro y se estremeció. Joy sonrió y se giró para ver a ambos chicos. Dem seguía enfrascado en la lectura, pero Bridget miraba a Joyland como si quisiera estrangularlo.

—¡Mierda Jedenth! ¿Es que no puedes guardar silencio?

—¿Acaso estabas leyendo?

—¿No estás viendo, maldito imbécil?

—No tenía idea de que supieras leer...

—Joy, Brid—interrumpió Dem, sin mirarlos. Sus ojos volaban sobre las letras con una abismal velocidad. Joy se inclinó a recoger su arma del suelo cuando Demetrie volvió a hablar. —Lo encontré—esta vez sus ojos viajaron hacia los chicos. Bridget había tomado asiento en el suelo frente a Dem, y Joy se acercó a regañadientes a ellos. El pelinegro se dejó caer sobre sus piernas y soltó un suspiro.

—¿Qué encontraste? —preguntó Joyland en tono aburrido.

—Lo que habías estado buscando, Joy—susurró Dem, alzando sus celestes ojos, tan parecidos a los de Brid, hacia su amigo.

—No sé qué buscaba. —repuso Joy con el ceño fruncido. No le gustaba para nada que lo interrumpieran en medio de su entrenamiento, pues sus dedos se fundían con la daga y no le gustaba dejar de danzar.

Pero a Demetrie no pareció importarle. Sonrió.

—Viajes en el tiempo. —susurró Dem y Brid se removió junto a Joy.

REINA DE COPAS ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora