14 de agosto de 1868: Pequeñas niñas brujas.

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Estaba por amanecer cuando Klaus se inclinó hacia delante con estrépito y señaló con un firme dedo hacia un costado del camino empedrado, y entonces los débiles y cansados ojos de Demetrie descubrieron el alto fuego de una hoguera que ardía con miles de gritos.

Y sintió de pronto que el mundo se venía abajo.

Frenó de golpe y escuchó como alguien caía en el asiento trasero, y ni siquiera tuvo la suficiente energía de girarse a ver si se encontraban bien. Se bajó del auto y cerró de un portazo. No se preocupó tampoco por hacer ruido, los gritos consumían cualquier murmuro en la distancia. Klaus lo siguió fuera, con el mapa metido en su bota de cuero. Ambos empuñaron las dagas, y fue la primera vez en la historia de su corta relación con el chico Ednes en la que vio su daga: era un filo de metal pulido y brillante con un mango ramificado. Como si fueran las raíces de un viejo sauce.

Demetrie la miró un momento antes de apartar la vista y ayudar a sus amigos a bajar.

Bridget había empeorado en el camino. Joyland le lanzó una mirada preocupada a Dem.

-¿Qué hacemos? -preguntó el chico pelinegro y Demetrie contuvo el aliento. La noche comenzaba a menguar y dar paso a la luz ardiente del sol. Aun se veía la luna y las estrellas en lo alto, pero el cielo estaba palideciendo como solo hacia el amanecer. Así que tenían que actuar rápido, antes de que la luz los traicionara y Baudelaire los encontrara escondidos a un costado del camino.

Dem se acercó deprisa al asiento trasero y Joy se apartó de golpe. Encontró a Bridget recostada, con la capa de terciopelo verde enredada en su cuerpo. Sus rizos escarlatas barrían el suelo del Volkswagen y sus ojos bailaban dentro de los párpados. Se veía bien. Bridget estaba bien. No había dolor. Pero en su estado no podía ayudarlos con Baudelaire, así que Dem hizo lo único que se le ocurrió en aquel desesperado momento de desolación.

Acercó el filo de la daga a su muñeca y fue entonces cuando Joy se interpuso.

-¿Qué haces? -preguntó él. Demetrie lo miró un momento. Los ojos de Joyland reflejaban las estrellas y por un momento olvidó su rivalidad con él y recordó lo mucho que lo amaba. Pero fue solo un momento. Que desapareció como un soplo.

-Le daré un poco de mi sangre. Eso la ha tranquilizado antes.

Joy apartó dubitativamente sus dedos del antebrazo de Dem y dejó que siguiera. El chico pelirrojo resbaló el filo sobre su muñeca y las gotas cayeron sobre los labios de Brid.

Los tres jóvenes demonios esperaron fuera del auto a que la chica recuperara el sentido de la orientación, y cuando lo hizo y salió del auto, los cuatro se pusieron en marcha.

El fuego de la hoguera se perdía en el cielo, era tan alto que incluso quemaba a la vista. Demetrie se obligó a no apartar la mirada, lo que estaban a punto de ver era algo que merecían ver por no haber detenido a aquella mujer antes. Baudelaire era una plaga que contagiaba a más personas y las inmiscuía en locuras sin sentido.

Pero fue muy diferente pensar en las locuras de Baudelaire que verlas con propios ojos. Y cuando lo vio, cuando lo vieron, incluso los demonios del profundo mar pudieron escuchar el sonido de sus corazones romperse en fragmentos.

Porque los aullidos de dolor no provenían de demonios. Oh no. No de demonios.

Provenían de niñas pequeñas que gemían y gritaban y arañaban el suelo, que eran amarradas en altos tumultos de leños, que eran golpeadas, masacradas, ensangrentadas y jaloneadas, que eran mutiladas y pisoteadas.

Y Bridget sintió una enorme furia inundar su acelerado corazón. Y desenvainó su espada de cristal, y la hoja reflejó las llamas de la hoguera y las lagrimas de cientos de niñas que hacían filas frente al tumulto de fanáticos. Todos y cada uno de ellos llevaban túnicas blancas hasta los tobillos, los cabellos sueltos y revueltos y cubiertos de tierra.

REINA DE COPAS ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora