Saber perder

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Llevaba, quizá, veinte minutos mirándolo fruncir el ceño de una forma tan graciosa que precisamente por eso no había tenido el corazón de interrumpir sus pensamientos. Así que lo dejó ahí; en cuclillas mientras abrazaba sus piernas para mantenerlas cerca de su pecho. Era una postura defensiva en toda regla, pero el que se encontrara disociando le dió la pista para saber que no se hallaba defendiéndose de su entorno, sino de lo que sea que estuviera pensando.

Aquello le arrancó una sonrisa. La última vez que Akaza visitó su madriguera, antes de ser expulsado por el incidente del club de karate, parecía un gato esponjado; desconfiado, huraño, siempre a la defensiva y listo para saltarle a la yugular, pero, desde que había caído dormido después de su ataque de pánico notó que, extrañamente, se sentía algo familiarizado con su entorno como para bajar la guardia y dormir plácidamente aún cuando le colocó su saco encima.

Eso tenía una sóla explicación: aquel lugar se había convertido en su zona de confort, y si no, era lo más parecido a una que tenía. Sabía por qué era así, ya que entre los muchos cambios que había tenido su vida en menos de un año, aquel lugar se había mantenido igual: sabía que al único con el que se encontraría era él, sabía qué esperar de su presencia, incluso se sentía tan seguro de cómo reaccionar que se permitía perderse en sus pensamientos.

El conseguir que su madriguera se convirtiera en su única zona de confort, más el haberlo alejado de su familia, debería de hacerlo sentirse tranquilo y confiado de su posición en el tablero de ajedrez, pero el problema estaba en que no se sentía así. La razón era la misma que le indicaba que había bajado la guardia.

Conocía a Akaza a pesar de que siempre conseguía sorprenderlo; no, mejor dicho, conocía muy bien sus límites, y el que estuviera navegando a ciegas con sus sentimientos debería, por lo menos, darle ataques de ansiedad que rayaban con el pánico. Justo como aquel que presenció, pero no parecía estar a punto de uno. Se veía preocupado, pero no mal. ¿Había encontrado alguien que le ayudara? ¿O quizá estaba descargando frustraciones lejos de su alcance?

Seguramente Akaza sintió el cambio de humor en Douma, pues parpadeó dos veces para regresar a la realidad y enfocó con molestia su vista en el rubio cenizo. Él también se dio cuenta de eso, y le sonrió como solía hacerlo.

— ¿Ya te tengo de regreso? — preguntó.

— ¿Por qué me mirabas de esa forma? — inquirió a la defensiva.

Ah, lo había notado.

— Bueno, sólo me preguntaba la razón por la que te veías tan tenso. — respondió.

Con un Akaza a la defensiva siempre era mejor decir la verdad. Al menos su molestia no aumentaba y tenía unos segundos para acomodar sus ideas en lo que él valoraba aquel comentario como genuino o una mentira más. Supo que pasó el filtro de seguridad cuando la molestia en sus ojos menguó un poco.

— ¿Qué sabes de los callados siendo los más traviesos?

Aquella pregunta, tan inesperada, y dicha de forma tan seria hizo que Douma se atragantara con su saliva. Tuvo que girar el rostro y cubrir sus labios con su antebrazo mientras esperaba que el ataque de tos se terminara. ¿Qué clase de pregunta era esa?

— ¡Vaya, Akaza! — comentó después de regresar a la normalidad. — ¿Puedo preguntar la razón de tu interrogante?

— No. Responde.

Douma asintió y adoptó una posición dubitativa. Nadie en su entorno era del todo serio, salvo quizá su hermano, pero dudaba que fuera él la razón de su pregunta. Vamos, que ambos tenían un código casi moral en el que ninguno se metía en la vida del otro; preguntar algo así sería una obvia violación al código de hermandad de la familia Soyama y Akaza nunca caería tan bajo. 

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