Capítulo I

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Con los últimos ecos de aquel dolor lacerante, el joven tomó una amplia bocanada de aire para aliviar sus paralizados pulmones. Al hacerlo empezó a discernir las figuras ante sus ojos. Una pared. Una farola distante. La luz que caía sobre la acera. Luz roja.

Las baldosas eran rojas. El contenedor de basura también. La fachada del viejo edificio.

Gavriil tomó aire por segunda vez y tuvo una extraña sensación. Algo que faltaba. Desorientado, movió los músculos agarrotados. Su voz salió como un áspero gemido cuando logró volverse boca abajo.

Aspiró el olor de los viejos adoquines. Olor a viejo, a rancio, olor a orina, a suciedad, a perfume barato o a loción de afeitar. Olor a sangre.

El último lo golpeó como un yunque en el estómago. Algo dentro de él se encogió dolorosamente. Gavriil se aovilló.

—Ya está, ya está...

La voz era dulce e impaciente, bienvenida, aterradora. El joven alzó la cabeza, trató de enfocar la vista. Todo era rojo. Salivaba como un perro ante el plato de comida, y tenía... tenía...

¿Qué tenía en la boca?

Pasó la lengua y se pinchó. La pequeña gota de sangre hizo que todo su cuerpo entrara en tensión. Sangre. Sed. Tenía mucha sed. Tenía que beber. Tenía que desgarrar.

¿Desgarrar?

—Ya ha pasado, ¿verdad? —lo arrulló la voz—. Ya no duele, ¿verdad que no?

El dolor había ido desapareciendo. Ahora sus músculos estaban agarrotados, torpes. Y tenía tanta sed... Sentía la garganta seca, ansiosa.

La garganta.

Gavriil se llevó las manos al cuello y notó la piel tersa y firme. No había heridas. Pero algo lo había atacado. Algo lo había... desgarrado.

Parpadeó. El rojo se difuminó un poco. Una figura bloqueó la luz, y el joven, desorientado, alzó lentamente la vista. Piernas largas, torso delgado, ropas finas, sonrisa felina, ojos taimados del color de los rubíes, del granate. El color de la sangre.

—Muy bien, querido —ronroneó el hombre, llevándose un dedo a los labios—. Ahora ya estás bien. Tienes que levantarte de este suelo tan sucio. Vamos.

Él le tendió la mano, y Gavriil lentamente la aceptó. Se levantó poco a poco, sintiendo que las piernas le temblaban.

—¿Q... qué...? —musitó.

Su propia voz le sonó lejana, distorsionada, extraña. Se relamió los labios... y volvió a pincharse. Más sangre. Jadeó al saborearla. Gruñó. Anheló.

El hombre lo sujetó de los hombros.

—Lo sé —dijo con dulzura—. Ahora tienes sed, ¿verdad, querido? Necesitas reponer fuerzas, demostrar lo que vales.

Reponer fuerzas. Demostrar. Sed. Tenía sed. Quería beber. Beber. Alzó la vista y la clavó en el cuello de aquel desconocido. Su cuello. Vio...

No. Parpadeó. Debería ver algo en esa piel, pero no lo veía. ¿Qué era? ¿Qué era? ¿Qué faltaba en aquella garganta? ¿Qué faltaba en su pecho?

—Vamos —susurró el hombre, y le rodeó los hombros con un brazo delgado y tibio—. Vamos a buscarte algo de beber. ¿Verdad que quieres beber, querido?

—Sí... —jadeó Gavriil—. Quiero... Quiero...

El impulso barrió todo rastro de cordura cuando el olor lo golpeó con la fuerza de un ariete. Dejó de pensar. Dejó de sentir. Dejó de ser quien era, y se convirtió en otra cosa. En el monstruo que habita en las pesadillas de los niños.

El aroma era metálico, especiado. Delicioso. Rugió antes de ver, y se lanzó adelante. Nadie lo detuvo. Corrió como una bestia famélica, dobló la esquina.

El bulto estaba acurrucado entre dos contenedores. Una trampa mortal. No tenía escapatoria. El monstruo se alzó en la noche, los emborronados ojos del vagabundo apenas lo vieron. No llegó a gritar. Aquel animal sin consciencia ni piedad se abatió sobre él, y los agudos colmillos desgarraron la garganta.

Paladeó la sangre. Oyó su propio aullido de triunfo mientras la bestia bebía y bebía de aquellas heridas. Pronto, el vagabundo no era más que una carcasa vacía.

Pronto, Gavriil volvió en sí, y lo primero que vio fue el cuello abierto del cadáver. El joven yacía agazapado. Sentía el sabor a sangre y ginebra en la lengua. Sentía cómo la vida le corría por las venas.

No sintió náuseas, y eso lo hizo peor. No estaba seguro de cómo había sucedido. El anhelo lo había vuelto loco. El anhelo... El deseo, el impulso. La sed. Y ahora alguien había muerto.

Tenía colmillos, y los había usado para asesinar.

Retrocedió, trastabilló y cayó de rodillas. No podía apartar la vista del hombre que yacía inmóvil entre los contenedores, atrapado. Gavriil tembló.

—No te preocupes —lo arrulló la dulce voz de aquel desconocido, que lo había seguido, que no había impedido que matara como un animal—. No puedes vomitar, así que no vas a malgastar la sangre.

Vomitar. La había bebido. Había bebido cada gota de aquella sangre, la que ahora le manchaba las manos y la cara. Tembló. No, no tenía náuseas. No podía sacarlo de su interior. No podía borrar aquella pesadilla.

Unas manos le acariciaron los hombros y la nuca.

—Ahora te sientes mejor, ¿verdad? Después de beber siempre te sentirás mejor.

Gavriil comenzó a verlo todo rojo, un rojo empañado, húmedo. Alguien chasqueó la lengua.

—No llores, tonto. Eso te dará más sed.

Cuando se tocó la mejilla la sintió mojada. Se miró los dedos. La humedad era roja.

Se dio cuenta de que estaba llorando lágrimas de sangre.

GavriilWhere stories live. Discover now