Capítulo IX

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~ Dos Años Después ~


Yaromir lo alejó de la ciudad... de la provincia... de todo cuanto conocía.

Nunca se quedaban más de unos días en una misma población, y se desplazaban largas distancias por la noche.

El vampiro no era proclive al abandono de la sangre. Decía que era demasiado sucio. Por el contrario, atraía a sus víctimas y a menudo utilizaba drogas para imposibilitarlas... y algo de ese efecto se introducía en él al beber la sangre.

Gavriil descubrió que los efectos de los somníferos en vampiros también existían, pero como no podían dormir, se volvían irritables. Yaromir se lo demostró con creces cuando furiosamente se lanzó sobre él, le clavó las uñas en el pecho y se echó a reír mientras lo arañaba.

No recordaba qué había hecho para provocar su ira. En general era fácil hacer que se enfadara... pero normalmente sus castigos eran tormentos menos físicos.

No volvió a dejarlo al sol, pero cuando Gavriil se negó a tomar del cuello de una chiquilla de no más de doce años que lo miraba con los ojos llenos de lágrimas, Yaromir sonrió fríamente y le dio una sola orden:

—Desgarra su garganta y mátala.

No olvidaría jamás el estado deplorable en que quedó la niña. No olvidaría el sabor de su sangre ni las náuseas que lo sacudieron durante horas después de haber bebido de ella hasta saciar la oscuridad de sus entrañas.

Odiaba a Yaromir. Lo detestaba con todo su ser, con cada gota de esa sangre maldita que le corría por las venas. Y sentir una especie de familiaridad, aquel vínculo que provocaba cierta ternura, cierta... necesidad de él, solo hacía que lo despreciara aún más.

Los días se habían convertido en semanas y en meses. El invierno había llegado y se había ido, convirtiéndose en un verano asfixiante. El tiempo para viajar, para cazar y para respirar al aire libre era muy limitado.

Durante el día, Yaromir se entretenía con cualquier cosa. Gavriil pensaba constantemente en las muertes.

Tras abandonar la ciudad donde había sido convertido, el joven había comenzado a contar cada una de las personas que había asesinado. Después de un año, se dio cuenta con horror de que ya no podía recordarlas todas.

Puede que Yaromir no apreciara las matanzas, pero, tal y como lo decía, «los accidentes ocurren». Y ocurrieron tantos que había perdido la cuenta.

Mientras el sol recorría perezosamente el cielo, Gavriil se abandonaba al espanto, al asco y el remordimiento de todo lo que había hecho desde que se había convertido. Pero cuando el día acababa y se alzaba la noche, se sacudía aquel pesado manto de dolor y se recordaba una vez más que era un vampiro.

Cada vez resultaba menos difícil. Cada vez, el hombre que una vez quiso ser se alejaba más y más.

Aquella noche de luna nueva, Gavriil abrió la puerta de metal tras la que se habían cobijado y salió a la azotea de un alto edificio. Se acercó al murete y miró el paisaje.

La capital, pensó. La joya de la corona. Carteles de neón, grandes rascacielos... miles de personas. Yaromir había dicho que si encontraban algo un poco más estable como escondite, se quedarían un tiempo. El suministro de alimento era casi inagotable, y hacerse notar era mucho más difícil que en lugares menos poblados.

Una buhardilla estaría bien, pensó Gavriil distraídamente, observando el juego de luces que hacía el tráfico a sus pies. Quizá un ático sin alquilar. Un edificio viejo, poco interesante. Las puertas cerradas no eran un problema... una de las ventajas de ser un vampiro era que la fuerza aumentaba. Romper una cerradura era ya un juego de niños.

Uno al que jugaba más a menudo de lo que le gustaría.

—¿Ves algo que te guste, querido?

Yaromir se acercó por detrás, saliendo del sencillo almacén que servía para guardar instrumental de jardinería. Por lo visto, aquella azotea era un jardín urbano.

—No —negó Gavriil con indiferencia.

Era mentira, y ambos lo sabían. Su sire le había explicado que el impulso depredador no desaparecía nunca... aunque con dos años un cachorro ya empezaba a poder controlarse.

Sire, el conversor. Cachorro, el convertido. Todavía no entendía la diferencia entre nosferatu y vampiro, si lo había, ni si había alguna razón para que Yaromir se quedara mirando su sombra y sonriera al hacer notar su atractivo. No era bueno con las explicaciones. Gavriil aprendía sobre la marcha.

Había aprendido a ver como un vampiro, a oler y saborear con sus nuevos sentidos. Desde aquella azotea, notaba el hedor que salía de los tubos de escape, y podía separarlo de la sangre que corría en las venas de los transeúntes.

Olía un hombre en especial. Nada espectacular desde el punto de vista de un chico de diecinueve años... No, veintiuno; cumpliría veintiuno en un mes, si no fuera un vampiro. Otra cosa que había aprendido era que los vampiros no envejecen.

Aquel desconocido era alto, entrado en carnes, tenía la nariz torcida y llevaba aparatos. No tendría todavía los treinta y no parecía capaz de atarse los cordones.

Pero su olor lo golpeaba como un martillo en la nariz, y hacía gruñir la oscuridad que tenía dentro.

Gavriil había aprendido que la bestia en su interior era más violenta cuanto más atraída se sentía por una sangre en particular. Así que la rechazaba. La sed era menos apremiante si el alimento era anodino.

—Nada en absoluto —reiteró, apartándose del borde de la azotea.

Yaromir lo miraba con guasa, burlándose de su fachada indiferente. Era como si viera a través de él, y le gustara atormentarlo.

Definitivamente le gustaba.

—¿Ah, no? —respondió con dulzura—. Qué lástima. ¿No tienes sed?

—No lo necesito.

Eso también lo había aprendido por su cuenta: un vampiro no tenía que alimentarse a diario.

Si por su sire fuera, viviría en la más completa ignorancia. Pero Gavriil no era idiota. Quisiera Yaromir o no, aprendía... lo mejor que podía.

—Bueno.

El hombre se acercó y le colocó los brazos en los hombros. El joven frunció la nariz, lanzándole una mirada acerada. Yaromir se limitó a sonreírle.

—Yo buscaré algo bueno de comer —dijo dulcemente—. Tú ve a ver si encuentras un lugar adecuado para que nos quedemos un tiempo.

—De acuerdo —masculló Gavriil entre dientes.

Sin perder su sonrisa burlona, el vampiro se acercó un poco más y lo besó en la boca. El joven apretó los labios, negándose a responder. Yaromir se apartó en seguida, satisfecho por haberlo molestado, le dio un toquecito en la nariz y ordenó:

—No ataques a nadie. Tendrás comida cuando vuelvas.

Después se subió al murete y sencillamente saltó.

Ojalá se matara, pensó Gavriil con asco, frotándose la boca. Pero sabía que no lo haría. Se limitaría a caminar por la pared, porque, por lo visto, los vampiros ascendidos —y todavía no sabía cómo se llegaba a ese estado— podían hacerlo. Él, aunque lo había intentado, no podía. Un brazo roto daba fe de ello.

Aprender por su cuenta tenía sus desventajas. Sacudiendo la cabeza, el joven fue hacia las escaleras.

GavriilWhere stories live. Discover now