Capítulo VII

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Aquel día, Gavriil descubrió que aquella alergia al sol era muy real, y muy dolorosa.

Los tímidos primeros rayos del día le habían provocado terribles ampollas en las manos, el cuello y la cara. Tenía algunas más leves en la espalda, los brazos y las piernas, donde la luz no lo había alcanzado directamente, sino a través de la ropa.

Descubrió también que un vampiro se cura deprisa. Muy deprisa. Mientras miraba con pavor las quemaduras en el dorso de sus manos, fue capaz de ver el modo en que se iban regenerando desde sus bordes hacia adentro, bajando la inflamación y tornando su piel de un rojo enfermo a un blanco inmaculado.

Gavriil nunca había sido tan pálido.

—Yo nunca hice una estupidez como la tuya —comentó Yaromir de pronto.

El joven alzó la cabeza y lo miró. Recordaba muy bien el modo en que lo había dejado para quemarse ahí fuera. Ignoraba hasta dónde había pretendido llegar, si acaso se había compadecido en el último momento o su plan había sido siempre torturarlo un poco para demostrarle su poder.

No se atrevía a preguntar. Lo único seguro en todo aquello era que odiaba a ese hombre con todo su ser, pero si se lo demostraba, probablemente moriría.

«Morir», pensó de pronto, y sintió que se le encogía el estómago. «¿Sería tan malo? Acabar con esta locura».

Pero supo que no quería morir. Quería volver a casa, recuperar su vida.

Quería recuperar a su hermana.

Recordarla hizo que sus ojos se empañaran de lágrimas de dolor, de pena y de amargura. Oksana yacía en el salón de casa, inmóvil, y todo estaba lleno de sangre. La había matado. Se tapó el rostro con las manos, pero eso no evitó que la viera exactamente como la había dejado.

—Por supuesto, mi sire sabía muy bien lo que hacía —resopló Yaromir con añoranza—. Me he apresurado. No debí elegirte.

—¿Y por qué lo hiciste? —espetó Gavriil antes de poder controlarse, y le lanzó una enrojecida mirada de odio.

El vampiro alzó una ceja con desdén, con frialdad, pero no se movió para acercarse, para castigarlo. Claro que no lo necesitaba. Podría decirle tranquilamente que abriera la puerta y saliera, y el joven no tendría otra opción que obedecer y suicidarse.

Sintió un nudo de miedo en el estómago. No obstante, Yaromir no quería matarlo... todavía, al menos.

—Ya te lo dije, tontito —respondió—. Estabas ahí, eres la opción más fácil. Pero tendría que habérmelo pensado mejor. Debí saber que encontrarías algún error en mis órdenes, porque eres un necio rebelde que no sabe lo que necesita. Eres igual que un niño díscolo y maleducado. Debí haber elegido a un niño de verdad.

—¿Hacerle esto a un niño? —espetó Gavriil, atónito.

—No, tonto. No soy tan desconsiderado. Pero lo habría criado y educado. Incluso me hubiera alimentado de él.

—¿Habrías... mordido... a un niño?

—Naturalmente. Mi sire lo hizo conmigo, y a menudo. Luego me daba festines para comer. —Yaromir sonrió con añoranza—. Así es como deben hacerse las cosas, con calma. Me apresuré. No volverá a pasar.

El vampiro hablaba de una próxima vez, reconoció Gavriil. Hablaba de secuestrar a una criatura, moldearla a su conveniencia y después convertirla. El joven odió la idea, detestó cada palabra, cada concepto. Y al mismo tiempo, incomprensiblemente, tuvo miedo: miedo de que lo abandonara.

¿Qué estupidez era esa? Gavriil solo quería alejarse de ese psicópata. Quería... volver a la normalidad, fuera la que fuera. Lejos de Yaromir. Y aun así el miedo estaba ahí, enroscado en su pecho, alrededor de un corazón que ya no latía pero sufría igualmente.

—¿Qué vas a hacer conmigo? —masculló, y le horrorizó el temor reverencial que había en su propia voz.

El vampiro resopló y se echó el pelo hacia atrás. Lo hizo de una manera increíblemente femenina. Había algo femenino en él. Su delgadez, quizá, o los gestos que hacía, el modo lánguido en que hablaba... incluso su ropa, reconoció.

No se había parado a mirar la ropa de Yaromir. Usaba una capa con borlas, y debajo, algo que parecía más una blusa que una camisa, demasiado larga, y unos pantalones estrechos que contorneaban sus piernas delgadas.

Gavriil reconoció que si llevara zapatos de tacón y se atara un botón más de aquella blusa, pasaría por una mujer muy alta.

—Voy a ocuparme de ti, obviamente —respondió el vampiro en tono lógico—. Eres mi cachorro, y no te voy a dejar en la estacada tan pronto. Con suerte conseguiré hacer de ti un vampiro de provecho antes de ascenderte.

—¿Qué significa eso? ¿Es... dejarme?

—No te preocupes, querido. —Yaromir le sonrió de un modo perturbador—. No pienso dejarte por ahora. Vamos a pasar un tiempo muy, muy juntos.

La idea que aquello implantó en su cabeza le provocó un vuelco en el estómago. Intentando huir de ella, Gavriil se acurrucó contra la pared y cerró los ojos. El hombre no insistió.

Otra cosa que descubrió en aquel largo, largo día, fue que los vampiros no duermen. No logró conciliar el sueño ni un solo instante mientras los minutos pasaban, pesados como losas, en quietud y silencio.

GavriilWhere stories live. Discover now