Capítulo VIII

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Para cuando cayó la noche, Gavriil se sentía enfermo.

Nunca se había sentido así, y no sabía reconocer la sensación. Era una debilidad distinta a la que tenía al terminar la clase de educación física. No era fiebre, tampoco. Sus quemaduras estaban casi completamente curadas y el dolor residual que habían dejado era muy leve.

Gavriil, perteneciente a una familia media con dos sueldos y una bonita casa adosada con jardín, ignoraba los estragos del hambre de verdad, el que ya no ruge en las entrañas sino que parece devorar desde el interior, poco a poco, extendiéndose como una telaraña de cansancio.

Así era como se sentía. Como si llevara una semana sin probar bocado. Pero todavía no lo entendía, como tampoco entendía el alcance de lo que Yaromir le había hecho.

Sus heridas sanaban rápidamente por un precio en sangre... y solo contaba con la que tenía en las venas.

Estaba famélico de un modo desconocido hasta entonces. Gavriil no lo sabía. El vampiro que lo había convertido sí.

—Bueno —dijo Yaromir en ese momento, levantándose—. Creo que va siendo hora de arreglarte un poco.

—¿Arreglarme? —musitó el joven, consciente de la sangre seca en su ropa.

—Tienes que comer y vestirte con propiedad. No puedes ir así. Me das muchos problemas, tontito.

Gavriil le lanzó una acerada mirada. El vampiro alzó una ceja. Dio un paso hacia él, un movimiento sencillo que resultó extrañamente amenazador.

—Al menos pide disculpas por tu torpeza —espetó Yaromir.

—Lo siento —respondió él mecánicamente, odiando cada letra.

—Tienes que aprender a mostrar el debido respeto y agradecimiento. Mi paciencia tiene un límite.

El joven sabía muy bien cómo era ese límite: una puerta cerrada ante sus ojos, y el sol a su espalda. Con el estómago revuelto, se levantó cuando el vampiro se lo indicó con un gesto. Fue hacia Yaromir cuando este se dirigió a la puerta.

Entonces el hombre lo agarró del cuello y apretó. Le robó el aliento. Olvidando que no necesitaba respirar, Gavriil sintió un ramalazo de pánico.

Se agarró a aquel brazo e intentó doblarlo como su padre le había enseñado desde que entró en el instituto. No obstante, aquel no era un matón callejero ni tampoco el padre que intentaba enseñarle a protegerse: el vampiro era mucho más fuerte, estaba inmóvil y lo miraba con ojos helados.

—No te separes de mí —dijo en voz baja, inmutable ante los desesperados intentos de Gavriil por liberarse—. Quédate a mi lado en todo momento hasta que yo diga lo contrario. No hables alto, ni digas nada inapropiado. Seguro que sabes lo que es inapropiado, pero deja que te lo aclare: echarse a gritar «vampiro» y «sálvese quien pueda» es una estupidez. Voy a conseguirte comida y ropa, al fin y al cabo, así que sé educado. ¿Me has entendido, querido?

—Sí —masculló Gavriil en un hilo de voz—. Lo he entendido.

—Bien. Espero que empieces a comportarte como es debido. No te alejes de mí.

El joven no pudo hacerlo aunque quisiera. Yaromir echó a andar, y él, deseando poder devolverle la jugada y estrangularlo, lo siguió.

Se preguntó si podría. ¿Sería capaz de extender las manos y rodear el delgado cuello de ese hombre? ¿Podría conseguir que perdiera el sentido y entonces...?

Entonces recordó que él mismo no necesitaba respirar, aunque lo seguía haciendo. No sería diferente para Yaromir.

«Le desgarraré el cuello, entonces», pensó, y hubo algo perverso y seductor en la idea de clavarle los colmillos. «No sería la primera vez. He atacado a tantos. He matado a gente».

Pero apareció en su cabeza la imagen de Oksana, inmóvil en el suelo, manchada de sangre, la garganta abierta y los ojos fijos.

El estómago le dio un vuelco y tropezó, pero siguió andando. El vampiro lo miró desdeñosamente por encima del hombro. Gavriil mantuvo los ojos bajos. No se dijeron nada.

No, comprendió. No podría.

Había algo oscuro que se apoderaba de él a veces. La noche anterior... y la anterior a esa... Parecía una eternidad desde que todo había comenzado, pero solo hacía dos días. En ese tiempo, esa oscuridad lo había poseído como un demonio sediento de sangre.

Había dejado de ser él. Había dejado de controlar sus actos, y las riendas las llevaba otra cosa.

Pero no podía ser consciente de sí mismo, no podía estar cuerdo y al mismo tiempo buscar la muerte de alguien... ni siquiera la de Yaromir.

No obstante, si no lo hacía, ¿qué opciones tenía? ¿Razonaría si le rogara que lo dejara ir? No. ¿Entonces debía seguirlo como un perro faldero hasta el fin de sus días?

«No», reconoció, mirando la capa negra y elegante del vampiro. «Solo hasta que decida que ha acabado conmigo».

GavriilDonde viven las historias. Descúbrelo ahora