Capítulo XIV

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La sangre latía a su alrededor, y la bestia ronroneaba y rugía a partes iguales. Quería atacar, abrir las gargantas, beber de ellas. Pero Gavriil tenía un objetivo, y se aferraba a él con uñas y dientes.

Solo una víctima más, se prometía mientras caminaba a toda prisa, en tensión, con los puños apretados en los bolsillos de la cazadora y la mirada fiera en el suelo. Procuraba no mirar los cuellos pulsátiles. Procuraba no mirar nada.

Pero cuando lo hacía, los humanos daban un brinco y se apartaban de su camino. Aunque el joven mantenía los labios firmemente apretados, ocultando los colmillos, había algo letal en su rostro, algo que los demás advertían.

«Bien. Que se alejen de mi camino».

Se movía en un peligroso equilibrio entre la cordura y el abandono. Su rumbo era impreciso. Debía alejarse todo lo posible de la gente. Salir de la ciudad. No sabía lo que pasaría cuando tragara, y cuando muriera no quería llevarse a nadie al abismo... salvo a sí mismo.

«Qué dramático», pensó con burla.

Pero su decisión era firme. Acabar con aquella locura, con las muertes. No se atrevía a llamarlo «pagar por sus crímenes». No sabía hasta qué punto podía evitarlo, no con Yaromir para controlarlo.

Ahora ya no estaba. Le había dado la patada, ¿no? Ahora estaba solo, libre... y con esa libertad iba a hacer lo único que podía, dadas las circunstancias.

Cada vez había menos gente a su alrededor. Menos pulsos, menos latidos, menos pasos. Gavriil seguía caminando deprisa, sin respirar, mirando al suelo cada vez más sucio. Pasó de la acera a callejones peatonales que olían a orina, a basura y a...

¿Carne?

Aunque no quería, giró la cabeza para ver el discreto y sucio local. La ventanilla estaba abierta, y salía el pálido humo del asador. El pedazo de carne sin forma estaba clavado en la vara y daba vueltas lentamente.

—¿Te gusta?

El hombre era fornido, moreno y rubio. Tenía una cicatriz en el mentón y un cigarrillo en los labios. Su sonrisa era lánguida, y llevaba un ojo de cristal.

Todos los músculos de Gavriil se tensaron, su garganta vibró en un gruñido de ansia. El joven retrocedió un paso. El desconocido, con el delantal sucio de grasa y el codo apoyado en el saledizo de la otra ventana, sonrió de medio lado.

—Tranquilo, chico, no muerdo.

«Pero yo sí».

Dio otro paso atrás, pero el hombre se enderezó y señaló el saledizo. Había un plato de plástico una tortita de pan que envolvía un buen montón de virutas de carne asada.

—¿No te apetece uno? —preguntó con burla—. Pareces hambriento.

Gavriil no salivaba como los humanos, ya no. Pero sus colmillos parecían hacerse más grandes en su boca. El gruñido reverberaba como un zumbido en sus oídos.

—No tengo dinero —replicó con voz ronca.

La excusa no sirvió para evitar al estúpido hombre, que en lugar de volver a su local, como debería haber hecho, lo miró con lástima.

—Oh, ya veo —respondió—. Y yo no tengo más hambre. Puedes quedarte el resto, si quieres.

Gavriil miró el envuelto de carne, con solo un par de bocados. El desconocido apagó el cigarrillo en la pared y se enderezó.

—Ven —le dijo—. Se nota que lo necesitas.

Aquello podía ser interesante, razonó con recelo. Al menos, lo que se llevara a la boca estaría bueno. Le gustaban los envueltos de carne como aquel. Su madre se escandalizaba porque creía que eran bombas de grasa.

Su madre lo regañaría por hacerlo.

El joven se acercó lentamente. El hombre sonrió, lo que lo hizo parecer menos intimidante. Intentaba no respirar. Intentaba concentrarse en el plato de plástico.

—El mejor de este lado de la ciudad, te lo garantizo.

Cuando el desconocido le palmeó el hombro en ademán amistoso, Gavriil perdió el control.

Una nueva víctima.

Gavriil caminaba deprisa y a trompicones. Sentía la sangre en la boca, en la garganta. La bestia ronroneaba, pero él veía a través del velo rojo de las lágrimas.

Había atacado a otra persona. Un hombre inocente que quería darle de comer.

En la mano llevaba el envuelto de carne. Lo apretaba con fuerza suficiente para que se desbordara, pero no importaba. Era su veneno, su final. Ni una víctima más. Ni una, rogaba, se ha acabado.

Cerró los ojos y las lágrimas se deslizaron por sus mejillas. Tropezó y se apoyó en la pared. Estaba hiperventilando. Era estúpido, porque no necesitaba respirar, así que no se ahogaba.

«Contrólate, cabrón», se ordenó furiosamente. «Ya que no puedes mantener el control cuando lo necesitas, hazlo ahora».

No pudo. Perdió fuerza en las rodillas, cayó al suelo, y comenzó a llorar.

—¡Mierda! —espetó—. ¡Mierda, mierda, mierda! Yo... Yo solo... Solo quiero parar. ¡Solo quiero parar!

El sonido tras los contenedores lo enfureció más de lo que lo asustó. Le daba igual que lo vieran manchado de sangre. ¿Qué podían hacer? ¿Llamar a la policía? ¿Acaso sus balas lo matarían? Soltó una risotada.

—¡Venga, joder! ¡Ven aquí y da la cara! ¿¡Tienes miedo!?

Le respondió un gruñido. Gavriil se quedó inmóvil.

De detrás del contenedor, asomando con gesto amenazador, salió un perro. Parecía marrón bajo una espesa capa de suciedad, y se le contaban las costillas.

—Oh, mierda —masculló el joven—. Tú no puedes llamar a la policía. ¿Qué te pasa, chucho? ¿Te asusta el vampiro malo? —Ladeó la cabeza—. Creo que no tienes que preocuparte. No me das hambre.

Era cierto. Ningún animal provocaba a la bestia en su interior... salvo el hombre.

El perro, gruñendo pero sin enseñar los dientes, estiró el cuello y dio un vacilante paso hacia él. Entonces Gavriil siguió su mirada hacia su propia mano y vio lo que quedaba del envuelto de carne.

—Ah, claro —comprendió—. Tú sí tienes hambre, ¿no? Pero esto no es para ti. Esta es mi última cena.

El animal no entendía una sola palabra. Como el joven no se movía, se acercó un poco más. Cuando Gavriil retiró el envuelto, el perro retrocedió de un salto y gruñó.

—Te han dado fuerte, ¿eh? —musitó, y sintió el primer pinchazo de lástima—. Sí que te han dado.

El perro no tenía heridas visibles, pero por su actitud era evidente que lo habían maltratado. No obstante, estaba demasiado hambriento para tener miedo, porque volvió a acercarse.

Lentamente, Gavriil abrió la mano y la dejó en su regazo. El animal se acercó y comenzó a comer. Lo hizo vorazmente, pero ni una sola vez lo arañó con sus dientes.

Por alguna razón eso hizo que el dolor y el tormento lo apuñalaran de nuevo. Lágrimas frescas bajaron por sus mejillas ya manchadas de sangre.

—¿Está bueno, chico? —preguntó con una sonrisa.

El perro lamió su mano, buscando los restos de comida. Cuando no halló más, alzó la vista hacia él. Gavriil vio que esos ojos ya no temían. El agradecimiento era profundo, y la devoción, sincera. Con el estómago encogido, dejó que el animal se acercara y le lamiera la cara una vez.

—No, quieto —dijo, apartándolo—. Esto no puede ser bueno para nadie. Es sangre, ¿sabes? Sangre de vampiro.

Pero el perro intentó lamerlo otra vez, y Gavriil, impotente, lo sujetó y comenzó a acariciarlo.

—Eres un buen chico, ¿verdad? —musitó—. Y te da igual que haya matado gente. Te he dado de comer, y eso basta. Oh, joder.

Se cubrió los ojos con un brazo y se encogió. Mientras lloraba, el animal le frotó el hombro con el hocico y lloriqueó con él.

GavriilWhere stories live. Discover now