Capítulo XXXI

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—¿Estás seguro de que no quieres verlo? —preguntó Ekaterina con voz melosa.

—No.

—Vamos, si es un niño adorable. Y es su cumpleaños. Cumple cuatro. Es muy mono.

—No.

—Vamos, si además tiene tu pelo.

Eso hizo que Gavriil resoplara. Resultaba irónico que dijera aquello; la madre del niño tenía el pelo castaño, y su padre, negro, pero la abuela materna era tan rubia que parecía albina. Era algo que el joven vampiro había heredado.

—Ekaterina, vivo a ochocientos kilómetros de mi hermana por una buena razón —razonó.

—Ah, sí, por el pequeño incidente de casi matarla.

—Eres un encanto.

—Oksana ni siquiera piensa en ello. Cree que fue asaltada por unos ladrones.

—También cree que estoy muerto.

—Sí.

Gavriil no dijo nada más.

Ekaterina, que era encantadora pero un poco metomentodo, había buscado el perfil de Oksana en las redes sociales. Solo para ver cómo estaba, había asegurado. Pero se habían hecho amigas.

La mujer nunca podría decirle que su hermano estaba vivo, pero era el único secreto que mantenían. A cambio, la hermana de Gavriil le hablaba de su trabajo en la tienda de ropa —la había ampliado con una sección de joyería artesanal que hacía ella— y de su adorable hijo, un niño de cuatro años con el pelo rubio platino y vivaces ojos azules.

—Vamos, pero si es muy mono —rogó Ekaterina, y el joven, gruñendo y suspirando al mismo tiempo, se rindió.

—Vale.

Se arrepintió en cuanto lo hizo. La mujer no tardó más de un segundo en sacar el teléfono y activar la pantalla, donde la fotografía ya estaba preparada. En ella salían el feliz matrimonio y su hijo, que sonreía, con un par de dientes de menos, y se abrazaba a su robot de juguete.

Oksana no había cambiado casi nada en los últimos siete años, salvo por la cicatriz que llevaba al cuello con mucha naturalidad. Su marido la abrazaba, protector y cariñoso, y revolvía el pelo del niño.

Mirar a ese chiquillo era como ver una fotografía de sí mismo a su edad.

—Joder —masculló.

—¿No es adorable? ¿Estás seguro de que no quieres contribuir en su regalo de cumpleaños?

—Ekaterina, que no. No debería saber nada de ellos.

Ekaterina se quedó callada unos momentos. Después dijo:

—Si te sientes incómodo, puedo dejar de hablar con ella.

Gavriil la miró, no sin cierto resquemor.

—Eso, hazme sentir culpable. Sois amigas, así que... Solo mantenme al margen. No puedo hacer esto.

Pero la fotografía del niño lo persiguió durante el día, mientras intentaba distraerse montando una maqueta. El tren no resultaba tan estimulante como los pequeños fragmentos de información que Ekaterina le había ido dando aunque no quisiera recibirlos.

El resumen era que Oksana era feliz con su marido y su hijito. A pesar de lo sucedido, había seguido adelante y era feliz. Puede incluso que añorara a su hermano desaparecido, sin saber si realmente había muerto o estaba en alguna parte. Ekaterina no le había dicho nada al respecto.

Gavriil resopló, gruñendo gravemente. Kir lo miró con ojos inquisitivos, así que el joven le sonrió.

—Eh, se acerca el invierno, chico —le dijo—. ¿Sabes qué significa eso? Saldremos antes. ¿Qué tal un largo paseo antes de trabajar?

Se echó al suelo para ponerse a jugar con él. El perro se olvidó en seguida de los gruñidos, y Gavriil, de su sobrinito.

El sol cayó sobre las ocho. El joven salió diez minutos más tarde, pero en lugar de ir hacia el hospital se dirigió en dirección contraria. No entraba hasta las diez.

Kir desde luego agradecía el ejercicio. No era fácil ser la mascota de un vampiro: no podía llevarlo a pasear durante el día, y trabajaba casi todas las noches de la semana. Por suerte, un perro que trabaja es un perro feliz. Eso era lo que Ekaterina le había dicho desde el primer día. Hasta la fecha, su fiel compañero no se había quejado.

Gavriil bajó la mirada hacia el can, que caminaba tranquilo a su lado. La gente ya no los molestaba como antes, a ninguno. No obstante, el joven sí se daba cuenta de que no tenía un cachorro, precisamente.

El veterinario decía que tenía unos nueve años. A pesar de su vitalidad, era un abuelo.

«¿Qué haré sin ti, chico?», se preguntó, y no era la primera vez que lo hacía. «Me diste esperanza, una razón para dar un paso más. Sin ti, no estaría donde estoy. ¿Qué voy a hacer cuando seas tú quien tenga que irse?».

De pronto Kir se detuvo en seco y alzó las orejas. Cuando lo escuchó gruñir desde el fondo de su garganta, Gavriil se puso alerta.

—¿Qué es, chico? —preguntó en voz baja.

Él también era un depredador, así que aspiró hondo y abrió sus sentidos, algo que no hacía a menudo. Primero permitió que el oído se extendiera más lejos. Tras un momento abrumado por el ruido, comenzó a filtrar el distante sonido de los coches en la avenida, el susurro del viento en las copas de los árboles y entre los arbustos del parque. Alguien tenía una radio muy alta en los edificios circundantes.

Y luego, la voz.

—¿Qué haces a estas horas por aquí, muñequita?

Si el final de la frase no fuera lo bastante elocuente, el tono dejaba muy claro que aquel hombre no estaba preocupado en absoluto por el bienestar de nadie.

La respuesta llegó en voz baja, un murmullo controlado, alerta y seco, y muy, muy joven.

—Déjame en paz.

Podría haberse ido. Podría haberlo dejado estar. No era su problema y no creía que esa mujer quisiera que un vampiro se metiera en sus asuntos.

Pero ya no era como antes. Ya no tenía miedo de sí mismo; al menos, no tanto. Y lo habían criado con valores y decencia. Así que giró la cabeza hacia las voces, todavía demasiado lejos.

Entonces olió la sangre. No sabía quién estaba herido, ni cómo había sucedido. Antes de estar preparado, todo se volvió rojo y negro, y la bestia escapó de su control.

Lo siguiente que Gavriil recordaba era el lejano ladrido de un perro, un ladrido que conocía muy bien. Tiró de las riendas y recuperó la vista, enfocó más allá de los tonos enrojecidos que lo habían poseído, y vio el verde de la hierba, el marrón de la tierra. Vio las pisadas en el camino sin asfaltar.

Kir ladró de nuevo, un sonido de advertencia. El joven parpadeó. Aspiró profunda, lentamente. El oído volvió a la normalidad. Recuperó el dominio de sus músculos. Poco a poco, bajó los brazos y se miró las manos. No había nada. Se tocó el mentón y lo encontró seco.

—Ya está, chico —musitó, sintiendo una extraña picazón en la garganta—. Siento haberte as...

Se volvió hacia Kir y lo vio con el lomo erizado, las orejas hacia atrás y expresión alerta. Le enseñaba los dientes. Y detrás de él, con la mano ensangrentada puesta contra el pecho, una muchacha pelo negro lo estaba mirando.

GavriilWhere stories live. Discover now