Capítulo XIX

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El lunes a las seis de la mañana, cuando el día se aproximaba peligrosamente, Valerian abrió la puerta de su elegante ático y cedió el paso a sus invitados.

Receloso, Gavriil entró, seguido de cerca de su fiel Kir, que comenzó a olisquear todo lo que había a su alcance.

Muebles de madera, notó de inmediato, elegantes y nuevos pero con un toque clásico. El pasillo era corto y se abría a un amplio comedor. El vampiro entró, cerrando tras de sí, y fue a bajar las persianas.

—Me gusta dejarlas abiertas por la noche —explicó mientras tanto—. Se airea la casa, y cuando libro, bueno... me gusta ver el cielo si no tengo que salir. Puedes explorar. Kir no se hará sus cosas por aquí, ¿no?

—Nn... No suele tener accidentes.

El apartamento no tenía dormitorio. El cuarto que debería haberlo sido era una biblioteca con escritorio y un ordenador. El salón tenía un cómodo sofá, un par de sillones y un televisor, pero la única mesa que había era la auxiliar. No había mesa de comer. La cocina, moderna y elegante, carecía de útiles y de comida, pero tenía microondas, jarras, copas... y una pequeña nevera llena de bolsas de sangre.

Gavriil jadeó al sentir el golpe de la sed. Retrocedió de un salto y chocó con la encimera que separaba la cocina del salón.

—Ya has encontrado la comida —comentó Valerian, nada nervioso—. ¿Quieres?

—No. ¿De dónde...? ¿Cómo...?

El vampiro lo miró con cierta condescendencia mientras se acercaba, sacaba un par de bolsas y vertía el contenido en dos jarras.

—Trabajar en un hospital tiene sus beneficios —explicó con sencillez—. Tengo algunos contactos que me guardan suministros después de las campañas de donación de sangre.

—Pero... ¿Contactos? ¿Humanos?

—La mayoría.

Metió las jarras en el microondas y lo programó para un minuto a baja potencia. Gavriil estaba atónito.

—Humanos que saben que los vampiros existen —musitó—. Y que los ayudan. No lo entiendo.

—No, ya lo veo —aceptó Valerian, volviendo a mirarlo—. También veo que tu experiencia hasta el momento no ha sido buena.

—¿Buena? ¿Qué parte, la de no volver a ver el sol? ¿La de beber sangre? ¿La de matar gente?

—En realidad, el vampiro no está hecho para matar.

—¿Ah, no? —Gavriil soltó una risotada amarga—. ¿Y todas las víctimas? ¿Y todas esas personas que... que han muerto por mi culpa? Los he matado. He sido yo. Tanta gente...

—Durante tu etapa de cachorro, asumo.

Valerian no parecía escandalizado. El joven no lo entendía. Kir, notando su nerviosismo, comenzó a gruñir, y Gavriil le puso la mano en la cabeza para intentar tranquilizarlo... y tranquilizarse a sí mismo.

—Muchacho —dijo el hombre con suavidad—. Tu sire, fuera quien fuera, no merece ser llamado vampiro. Tú, en cambio, me parece que has demostrado una fortaleza que muchos en tu posición habrían envidiado.

—¿Envidia? ¿Fortaleza?

El microondas pitó.

—Siéntate —pidió Valerian, volviéndose.

Sin saber qué otra cosa hacer, Gavriil obedeció. Fue al sofá, donde se hundió. Eso le permitió atraer a Kir y aferrarse a su cuello. El animal se sentó entre sus rodillas y le lamió las manos con fervor.

Sintió que se le secaba la garganta cuando el vampiro le ofreció una de las jarras. Estaba caliente, pero no mucho. Era como si acabara de desangrar a un ser humano. La idea debería haberle provocado arcadas, pero estaba demasiado ocupado extendiendo las manos y cogiendo la jarra con fuerza.

—Tranquilo —le recomendó Valerian—. Ahí va a seguir. Yo suelo beber a pequeños sorbos. Resulta muy cómodo y entretiene el estómago.

El ronroneo era gutural y audible mientras Gavriil se llevaba la sangre a los labios y daba tres largos tragos. El vampiro no se lo reprochó, pero se sentó a su lado y bebió con más calma.

—¿Cuándo te alimentaste por última vez? —inquirió.

—Yo... Dos días. El hombre. Ese pobre hombre.

—Entiendo. Dos días es una cifra razonable para un nosferatu de cierta edad, pero en tu caso deberías beber un poco cada día.

—¿Cada día? —Gavriil lo miró con los ojos desorbitados—. ¿Estás loco?

—No, soy sensato. Sé de lo que hablo, créeme.

«Lleva en esto trescientos años», recordó el joven, y se tranquilizó apenas un poco. «Sí, puede que lo sepa. Pero... ¿Cómo? No, no es eso».

—¿Por qué?

Aquella era la pregunta, la verdadera pregunta. ¿Por qué intentaba ayudarlo? ¿Qué pretendía hacer con él? Valerian lo miró con simpatía.

—Porque eres un niño perdido —respondió suavemente—. Y tengo debilidad con los niños perdidos.

GavriilDonde viven las historias. Descúbrelo ahora