Capítulo XXXIII

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Aunque toda lógica lo negaba, una parte de él sabía que al ir al parque dos noches más tarde, la encontraría allí... y no se equivocaba. Llevaba el pelo atado en una trenza floja que caía por su espalda, llevaba jersey de cuello alto, la mano vendada y una riñonera. Estaba sentada en el banco, con la mirada perdida, y no parecía preocupada porque fueran las dos de la mañana o hubiera sido atacada a unos metros de allí hacía apenas un par de días.

Gavriil debería haber dado media vuelta y no haber vuelto a pisar el parque en al menos quince años. Debería, porque sintió el ronroneo de la bestia en su estómago, el sugerente impulso de acercarse por detrás, inmovilizar el frágil cuerpo y clavar los colmillos en su garganta.

Pero aquella fue la gota que colmó el vaso.

—¿¡Es que te hicieron una lobotomía en tu infancia o qué te pasa!? —espetó antes de pensarlo.

La muchacha alzó la vista lentamente y lo miró. No parecía sorprendida. No parecía asustada. Eso a Gavriil lo puso todavía más nervioso.

—¡Te atacaron en aquella esquina! —le recordó—. ¡Solo hace dos días! ¿¡Qué haces aquí, idiota!? ¿¡Es que realmente eres tan inc...!?

—¿Crees que por tener los dientes grandes eres más malo y das más miedo que el humano medio?

El joven calló, sorprendido. La chica lo miraba con una ceja alzada y ojos cansados, sin temor en aquellos iris verdes y profundos.

—¿Qué? —musitó Gavriil, sintiéndose como un tonto.

—No me das miedo —dijo ella con claridad, lentamente—. Así que puedes gritar y gesticular todo lo que quieras.

—¿Pero estás loca? Me da igual darte miedo. Ese tío te acosó aquí mismo.

—Tampoco me daba miedo ese salido con ganas de juerga. Sé defenderme.

—Oh, sí. Con una navaja rota.

Por fin hubo algo en aquella mirada fría. Irritación.

—Sí, se rompió —espetó la muchacha con sequedad—. Estaba oxidada. No sabía cuidar apropiadamente una navaja. La próxima que consiga, será de las que se abren, no las que saltan, y la engrasaré todos los días para evitar incidentes.

Gavriil se dio cuenta de que Kir tiraba suavemente de la correa. Lo miró, y después lo soltó. El perro trotó hasta la chica. A ella los rasgos se le suavizaron cuando estiró las manos y le acarició las orejas. A él le dio un vuelco el estómago, pero no por el hambre, sino por algo distinto.

—Es un buen chico —comentó la muchacha con suavidad—. Tienes suerte.

—Sí que la tengo —asintió Gavriil—. En los peores momentos, ha sido mi brújula y me ha guiado de vuelta al camino correcto.

Ella lo miró. El joven tragó saliva y carraspeó, intentando aquietar el leve gruñido de su garganta.

—Has... hablado de mis dientes —musitó.

—Ahora vuelven a ser normales —aseguró la chica, y eso casi, casi lo hizo sonreír.

—Sí. ¿No te asustan?

—No.

—¿Algo te asusta?

—Claro, pero no con facilidad.

—Ya lo veo. —Gavriil calló un momento—. ¿Qué... pasó la otra noche?

La muchacha parpadeó. En lugar de mirarlo con dureza, con recelo, sus ojos se dulcificaron.

—¿No te acuerdas? —preguntó.

—No, no mucho. Es normal en determinadas circunstancias, pero se me come por dentro el no saberlo.

Ella ladeó la cabeza y luego señaló el espacio a su lado en el banco. Él retrocedió un paso.

—No, estoy bien —replicó.

—De acuerdo —aceptó la muchacha—. La otra noche un tipo comenzó a molestarme. Saqué la navaja, pero se rompió. Él se asustó un poco, pero como vio que me había herido la mano, se puso... ¿Cómo debería decirlo? Gallito.

—Ahá.

—Y, bueno, yo estaba pensando en los puntos clave en que tenía que golpearlo para dejarlo incapacitado y marcharme, y...

Gavriil tardó unos segundos en darse cuenta de que lo miraba en silencio.

—¿Y? —insistió.

—Y... Veámonos mañana.

El joven parpadeó y frunció el ceño. La chica alzó las cejas.

—¿Perdón? —preguntó.

—Veámonos mañana —repitió ella, y por si no lo había entendido bien, se explicó un poco más—. Entonces te contaré el resto.

—¿Es una broma?

—Yo no bromeo mucho.

A Gavriil aquella afirmación le pareció cierta e irónica al mismo tiempo. Cierta, porque no parecía una muchacha risueña y feliz. Irónica, porque estaba jugando con él, eso era evidente.

—Mañana no p... Vamos a ver. No. Sencillamente, no. Quiero que me cuentes qué pasó la otra noche y olvidarme de este asunto para siempre.

—Para querer olvidarte de mí, has pasado los últimos años cruzándote en mi camino.

Se quedó boquiabierto. Y se avergonzó. Y se maravilló también.

«Se ha dado cuenta», pensó.

—¡Yo no me he cruzado en tu camino! —espetó—. ¡Eres tú la que siempre está ahí cuando menos me lo espero!

—Así que la culpa es mía, aunque lo único que hago es sentarme en un lugar tranquilo y dejar pasar la noche. No es que seas tú el que aparece con tu perro paseando a horas intempestivas.

—¿Horas intempestivas? Tú eres la que está en la calle de madrugada, señorita. ¿Qué piensan tus padres al respecto?

—Que salgo con mis amigos hasta las tantas.

Había más que calma en su tono de voz. Había frialdad. Había una alerta que no había mostrado al encontrarse de cara con un vampiro. Porque ella sabía que lo era. Al menos, sabía que no era humano.

«¿Necesito saberlo?», pensó. «¿Puedo permitirme pasar por esto otra vez?».

Ella lo observaba, esperando. Pero Gavriil vio que se cogía las manos con fuerza, y se preguntó por qué parecía querer verse con él en lugar de estar en casa... o estar con sus amigos.

—El domingo —masculló.

Su rendición apenas lo sorprendió. Quería saber qué había pasado aquella noche... y también quería entender lo que había tras aquellos ojos profundos y cansados.

—Tendrá que ser el domingo —dijo.

—De acuerdo, el domingo entonces —aceptó ella sin problemas—. Aquí mismo.

—Vale.

—Bien. ¿Puedes decirme el nombre de la persona con la que voy a tener una cita?

«Cita». Gavriil casi resopló.

—Gavriil —respondió con sequedad—. ¿Y tú?

—¿No lo sabes? —se sorprendió ella.

—Estoy bastante seguro de que no.

La muchacha ladeó la cabeza, pensativa.

—Pensé que la de la ambulancia era amiga tuya y te lo habría dicho —comentó.

—Lo intentó. ¿Vas a decírmelo?

—Alyona.

Qué fácil daba aquella respuesta, se dijo el joven, y qué difícil se ponía con el resto.

—Vale, Alyona —dijo—. Nos veremos el domingo a las once aquí.

—De acuerdo.

GavriilDonde viven las historias. Descúbrelo ahora