Capítulo XXII

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En tres semanas, Gavriil se sentía como una persona totalmente distinta. Había hallado la paz después de dos años de su conversión: con Valerian tenía seguridad, conocimiento, alimento regular, y su guía y educación.

La biblioteca daba a una pequeña terraza, con lo que de noche, cuando el vampiro no estaba, Gavriil podía tomar el aire. Ekaterina venía un par de veces al día, y tras el recelo inicial, Kir aceptaba irse con ella a pasear. En ocasiones, la mujer se quedaba también a dormir allí, mientras ellos charlaban.

Se acostumbró a la presencia de Ekaterina, al olor de la sangre viva, al latido de un corazón en su día a día. Se acostumbró a esa paz.

Todo era idílico... y eso, reconocía el joven, era un problema.

Desde que llegó al ático de Valerian, no había vuelto a salir. Y no podía seguir así.

—Valerian...

Aquella tarde, cuando el vampiro se preparaba para salir al desaparecer el último rayo de sol, Gavriil se acercó a él sintiendo una grave vibración en la garganta. Un órgano, le había explicado su maestro; un órgano nuevo que hacía evidentes las emociones de los nosferatu.

Los cachorros no lo tenían, y resultaba muy incómodo.

Valerian lo miró de medio lado mientras se abotonaba la camisa. Después sonrió, lenta y amablemente, con esa serenidad que lo caracterizaba.

—Ya es hora, ¿verdad? —comentó, y Gavriil se sintió mejor.

—Me has ayudado mucho —dijo—. Sigues... ayudándome mucho. Me has tenido en tu casa tres semanas.

—Lo necesitabas. Pero también necesitas volver al mundo exterior y poner en práctica lo que has aprendido.

—¿Cómo lo haces? Es como si lo supieras de antemano.

—Soy observador y tengo trescientos años. Todo ayuda.

Gavriil sonrió tímidamente y luego sacudió la cabeza.

—¿Puedo... volver? —inquirió.

—Por supuesto —respondió el vampiro llanamente—. Siempre podrás contar conmigo, muchacho. Mantendremos el contacto, y podrás recurrir a mí si tienes inquietudes.

Valerian se acercó y le puso las manos en los hombros. Su mirada era amable y confiada.

—¿Sabes lo que vas a hacer? —preguntó.

—Más o menos —aceptó Gavriil—. Volveré al piso donde estaba antes. Sacaré a Kir todas las noches. Buscaré algún hobby durante el día. Buscaré... borrachos, drogadictos, gente fácil de encontrar en malas condiciones en cualquier esquina. Beberé poco y me aseguraré de no dejar heridas abiertas.

—Y te alimentarás todos los días.

—Sí. —El joven se tomó un momento pero luego consiguió hacer la renuente broma—. Si tengo un incidente, tengo el número de Ekaterina para que venga corriendo a cubrirme.

Valerian rio por lo bajo y le palmeó la mejilla con afecto.

—No tendrás ningún incidente —aseveró—, pero es bueno tener un plan de emergencia, por si acaso. Te irá bien, Gavriil. Ya lo verás.

—Gracias, Valerian. No... No sé qué habría hecho sin vosotros.

—Sobrevivir, aprender y encontrar el equilibrio. Pero con un poco de ayuda, lo haces más deprisa.

Cuando el joven llegó a la calle, se preguntó si todo habría sido una ilusión. Si, ahora que volvía ahí fuera, todo lo que creía haber encontrado se esfumaría.

No obstante acompañó al vampiro al hospital, y cuando se despidieron, echó a andar con su perro y siguió sintiendo una suerte de paz en su interior.

Se cruzó con gente de vida nocturna, y aunque la bestia —el impulso— le arañó la garganta, se controló al recordarse que había tomado antes de salir. No necesitaba más, todavía no.

Sí que había encontrado el equilibrio.

—Han sido unas vacaciones productivas, ¿verdad? —le dijo a Kir en voz baja, llevándolo de la correa nueva que Ekaterina le había comprado—. Hemos aprendido mucho.

El perro se detuvo para olfatear una esquina y orinó con orgullo. Gavriil no pudo evitar una sonrisa guasona.

—Bueno, algunos más que otros —matizó—. Tú has aprendido que se duerme muy bien delante de la chimenea. Joder. No sé para qué le sirve a un vampiro tener chimenea eléctrica, pero me encanta. Sí, lo sé, a ti también.

Siguió hablándole en voz baja mientras paseaban. El camino fue largo, por calles cada vez más estrechas y solitarias. Lo rodeó el olor de los callejones sucios e inmundos. Le recordó a los peores momentos... de los que no hacía tanto.

Hacía apenas un mes, Yaromir había desaparecido sin dejar rastro. Durante ese lapso de tiempo, era como si el joven hubiera vivido una vida entera: había intentado suicidarse, había adoptado un perro, había intentado luchar contra la oscuridad... había encontrado un maestro y un guía. Incluso un amigo.

O dos, pensó, con la imagen de Ekaterina en la cabeza. Sonrió.

Entonces llegó al viejo portal y se detuvo en seco. Kir lo miró, desconcertado, y olisqueó el escalón de piedra en busca del peligro que había puesto tenso a su dueño. Entre tanto, Gavriil leyó la hoja que había pegada en la puerta. Por debajo de las pintadas con rotulador negro, entendió la orden de demolición. Estaba programada para tres días después.

Sintió el estómago cayéndole a los pies como si fuera de plomo.

—Venga, hombre —masculló.

GavriilDonde viven las historias. Descúbrelo ahora