Capítulo XII

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El amanecer lo atrapó en la calle.

Los altos edificios hacían sombra suficiente para mantenerlo a salvo, pero Gavriil sintió sumarse la salida del sol al malestar que lo carcomía por dentro. Conmocionado, con la mente en blanco, forzó la primera puerta que encontró.

La suerte quiso que se encontrara con un pub cerrado. Las sillas estaban sobre las mesas, la barra limpia, las botellas alineadas al fondo. Había ventanas. El joven fue hacia otra puerta y se encerró allí, con el olor a detergente y lejía. Era poco más que un armario con los trastos de la limpieza.

No le importó. Gavriil se deslizó por la pared, se sentó en el suelo, se abrazó las rodillas y se quedó inmóvil.

En su cuerpo se estaban obrando cambios, pero estaba demasiado consternado para darse cuenta. La soledad, de pronto, lo había golpeado como un ariete.

No había sido realmente consciente de la conexión que había entre Yaromir y él. Barajó la posibilidad de que fuera sugestión, hipnosis, e incluso que se tratara de alguna clase de retorcido síndrome de Estocolmo. Pero no era nada de todo eso. Aquel vínculo era real... y ya no existía.

«Me ha dado la patada», reconoció, y eso le provocó náuseas. «Sin pensárselo, sin dudar. Me ha hecho...».

¿Qué? Le había hecho beber su sangre, y eso había sido todo. Como si fuera una especie de ritual, una última prueba... o el ingrediente que faltaba en un cachorro para ser un vampiro de verdad.

Gavriil no entendía nada. Yaromir no se había molestado en darle lecciones. Ahora, completamente solo, no sabía a qué atenerse. Viejas dudas regresaban con más fuerza, porque su sire no estaba ahí para enfadarse por ello.

Era un monstruo en el mundo de los hombres. Era la bestia de las pesadillas infantiles. Era la oscuridad de las películas de terror.

«Y no pienso serlo yo solo».

El pensamiento apareció de pronto, imprevisto, y lo llenó de resentimiento y resolución. Gavriil miró al frente, ceñudo. Observó lo que no debería poder ver; el cubo y los botes de lejía y jabón, las estanterías, las vetas en la madera. Y lo repitió.

«No voy a quedarme solo».

Decidió que Yaromir podía querer quitárselo de encima como si fuera una mosca, pero él no iba a consentirlo. Iría a decirle cuatro cosas a ese desgraciado.

Cuando cayó la noche, su fuerza de voluntad impidió que la bestia se desatara. Llevaba varios días sin beber, y la sed era como papel de lija en su garganta. Cada cuello parecía más suculento... pero no podía, no liberaría esa oscuridad. Primero hablaría con Yaromir. Primero iba a conseguir... lo que fuera.

No le importaba qué sacara de aquello. No podía soportar la idea de quedarse solo, con el monstruo en su interior y rodeado de inocentes en peligro.

Llegó al edificio. No picó a ningún timbre, se limitó a empujar la puerta y romper la cerradura. Le daba igual. No se quedarían mucho más de todos modos.

Subió las escaleras a toda prisa hasta la azotea. Fue como un dejavu: esos escalones, esa puerta de metal, abrirla, sentir el viento en el rostro.

Esta vez, ese viento no venía acompañado del olor dulce del algodón de azúcar, solo las plantas, la tierra húmeda, el fertilizante y...

Gavriil frunció el ceño.

Y nada más. En la distancia había una pizzería con sus primeros pedidos de la noche, y el tráfico ya recorría la calle, muchos pisos por debajo.

El estómago le dio un vuelco.

—No —negó tajantemente—. Oh, no. Ni hablar. Ni se te ocurra.

Cuando se dirigía con paso firme hacia el pequeño almacén, ya sabía lo que iba a encontrar... y lo que no.

Abrió, pero dentro no había nadie. Yaromir se había marchado con su nuevo cachorro de algodón de azúcar, probablemente la noche anterior. Había buscado otro escondite, para que Gavriil no pudiera encontrarlo.

Aquello fue la gota final. El vaso no se colmó, se desbordó por completo, cayó de la mesa y se rompió contra el suelo.

El joven se encontró de rodillas, con las mejillas mojadas de lágrimas rojas y sintiendo que el lugar donde su corazón había latido... dolía como si se lo arrancaran.

Yaromir no solo le había dado la patada. Se había asegurado de no volver a verlo... jamás. Fue su error, y se deshizo de él en cuanto pudo. Consiguió a otro. Quizá un niño, como él quería, para moldear a su gusto. Nunca quiso a Gavriil. Ni un poco. Lo arrancó de su vida, lo dejó matar, lo maldijo y lo torturó... y después sencillamente lo abandonó.

«Hijo de puta», pensó. «Hijo de puta. ¡Hijo de puta!».

—Oh, sí que eras tú.

Gavriil se quedó paralizado. La voz no era de Yaromir, pero aun así, la conocía vagamente. Una chica. Una mujer joven, algo tímida, con un abuelo en silla de ruedas.

La bestia rugió en su pecho, y algo en su garganta comenzó a vibrar: algo grave, ronco, hambriento.

—Creí haberte visto pasar por la escalera —se excusó la joven.

«No vengas». Él se agarró el pecho, intentando contener al monstruo, contener la sed acuciante, la oscuridad al acecho. Pero la mujer no podía oírlo, y se acercaba.

—Mi abuelo me dijo que me metiera en mis asuntos —comentó en tono de disculpa—, pero tenía curiosidad. No te había visto antes, y... bueno, sé que no hay ningún piso en alquiler... ¿Te ocupas del jardín cuando la señora Matry se olvida? Eso es muy bonito por tu...

El grito interrumpió sus palabras cuando Gavriil se levantó como un vendaval y la empujó.

—¡No te me acerques! —espetó aquel ser de largos colmillos y mejillas manchadas de sangre.

Aún conservaba suficiente cordura para gruñir y echar a correr, en cualquier dirección.

—¡Dios mío!

El jadeo ahogado de la mujer le llegó amortiguado mientras tropezaba con el murete que rodeaba la azotea. Gavriil se inclinó hacia el callejón trasero. En lugar de agarrarse, se dejó caer... antes de recordar que los vampiros no se mataban fácilmente.

El impacto contra el suelo después de ocho plantas de caída le rompió varias costillas y partió una pierna por varios lugares. La sangre estalló, rebasándose de su cuerpo, manchando el suelo, y la vibración de su garganta llenó sus oídos de un furioso rugido.

La bestia tomó el control. Se agazapó en el asfalto. La visión se tornó roja, aguda. Los huesos comenzaron a regenerarse, las heridas a cerrarse... pero aquel monstruo solo quería comer.

Olfateó una presa apenas a una calle de distancia. No pensó. No podía. Se abalanzó hacia adelante, con una esquirla de la tibia todavía asomando por fuera de la carne.

Escuchó el grito, evitó el lento golpe de su presa, y después la sangre manó de la herida abierta en su garganta.

La bestia se sació y sanó. Cuando se durmió apaciblemente, tras de sí solo quedaron el cadáver desangrado y el atormentado joven, cuyas manos temblaban de horror.

GavriilTempat cerita menjadi hidup. Temukan sekarang