Capítulo II

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Perdido y desconcertado, sintiendo que nada dentro de él conectaba como debería, incapaz de pensar, de aceptar, de comprender, Gavriil hizo lo único que tenía sentido en aquella sangrienta pesadilla: obedeció.

Siguió dócilmente al hombre, que lo llevó de la mano hasta algún lugar. No importaba dónde. No importaba qué. No importaba cuándo. Solo podía caminar en aquella bruma que había caído sobre él, aquel entumecimiento.

Solo podía enlazar un paso tras el siguiente. Quizá si andaba lo suficiente despertaría de aquel mal sueño. Quizá abriría los ojos en su cama para descubrir que todo era mentira.

Era su única esperanza. La única que tenía sentido.

—Vamos, querido.

La voz era impaciente pero dulce. La voz de una madre cansada hablándole a su díscolo hijito. Gavriil atravesó la puerta abierta y se quedó de pie. Se cerró a sus espaldas, y sintió la mano del hombre en su hombro.

—Estás todo sucio —dijo con guasa—. Es normal. La primera vez es tan sucia, ¿verdad que sí? Ven, tengo algo de ropa para ti.

Lo siguió en silencio. El suelo era de madera, notó. Bonitos suelos de madera. Contó las vetas de cada tablón. Un, dos, tres, cuatro, cinco. Un, dos, tres. Un, dos, tres, cuatro, cinco, seis. Un, dos...

—Ten. Te vendrá algo estrecho, me temo, pero no tenemos tiempo de conseguirte nada mejor.

Gavriil estiró lentamente las manos, pero de pronto la tela se apartó de él.

—¡No! Las tienes sucias. Ve a lavártelas. Hay un lavadero ahí.

Siguió la dirección de aquel dedo. Vio estantes repletos de cajas. Un poco más allá, una pica robusta, grisácea, y un par de grifos. Se acercó. Cogió el borde con los dedos y, al apartarlos, vio la mancha roja.

El joven tembló. Se le encogió el estómago. Se rodeó el pecho con los brazos, intentando contener... ¿El qué? El temblor se detuvo y todo se quedó inmóvil. Todo en su interior estaba quieto y en silencio. Su estómago. Sus pulmones. Su corazón.

No le latía el corazón.

Lanzó un tembloroso gemido y retrocedió. Chocó con algo. Se aferró a los estantes y se llevó la mano al pecho. Tenía que latir. Tenía que latir, ¿verdad? Comenzó a oír algo. Estaba jadeando. Hiperventilaba. Sí, eso era. Estaba hiperventilando, y por eso no sentía su propio corazón. Tenía que tranquilizarse, eso era todo. Si se tranquilizaba, notaría sus latidos. Si solo pudiera...

—Tonto, tienes que lavarte —le recordó el hombre—. ¿No puedes hacer algo tan sencillo como eso?

Gavriil alzó la vista y lo vio a dos pasos de él, con las manos en la cintura y expresión molesta.

—No puedo respirar —jadeó, impotente—. No puedo...

—No te hace falta —replicó el desconocido—. Relájate y te darás cuenta.

—No puedo... No puedo notar... Mi corazón. No noto el latido de mi corazón.

—Claro que no, tontito, porque no late.

Gimió y cayó al suelo. Se llevó los dedos al cuello frenéticamente, apretó en busca del pulso. Su respiración era superficial. Sintió que se ahogaba. Pero no notó el pulso.

—¿Qué ha pasado?

Su pregunta se formuló en un débil hilo de voz, mientras la pesadilla se extendía más y más, abarcando toda la realidad. Los colmillos. El vagabundo muerto, sus manos manchadas. La sangre. Sangre en todas partes.

GavriilWhere stories live. Discover now