Capítulo XVI

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Kir lo miró con ojos esperanzados y heridos a partes iguales, pero Gavriil no se dejó engatusar.

—Volveré en un rato —le advirtió al perro—. Siéntate.

El animal obedeció, evidentemente a regañadientes. El joven le dejó una galleta sobre la nariz y le hizo esperar mientras él retrocedía hasta la puerta.

—Hasta luego. Come.

Kir bajó la cabeza y se lanzó a por la galleta. Se la comió antes de que tocara el suelo, mientras Gavriil cerraba tras de sí y aguardaba. Oyó al perro ir hacia la puerta, rascar un poco el suelo y tras unos momentos, sin lloriquear, volver a alejarse.

En aquellos pocos días todavía no habían tenido tiempo de terminar de aprenderse las manías de cada uno. No obstante, el vampiro sentía la sed como un arañazo en la garganta, y no podía postergarlo más. No debía postergarlo más.

Así que dejó solo al perro en aquel piso ruinoso del edificio abandonado. No había fecha de demolición todavía, lo que le venía muy bien. Era un buen lugar para vivir, si no necesitas mucho. Él no lo necesitaba. Kir, por lo visto, tampoco.

En la calle, Gavriil sintió el intenso escalofrío de anticipación, oleadas de sangre en cualquier dirección. Pero contuvo a la bestia, porque sabía que podía hacerlo. Habría una víctima esta noche, sí. Pero no como a ese monstruo le gustaba.

Se metió las manos en los bolsillos de la cazadora. Ahora su ropa no estaba llena de sangre; la había limpiado a fondo, y lo que no había podido, lo había... sustituido. Los vaqueros eran nuevos y prefería que siguieran siéndolo; le gustaban bastante.

Echó a andar. Se alejó deprisa del edificio —no le gustaba la idea de cazar cerca de «casa»— y fue hacia la otra zona baja de la ciudad, donde hubiera algo de movimiento, pero no demasiado.

Cuando dobló la calle y vio la sombra agazapada contra un contenedor. Contuvo el aliento y cerró los puños. Siguió andando. Llegó al vagabundo acurrucado sin echarle más que una mirada de reojo, y aunque la bestia ronroneó, anhelante, pasó de largo.

«Puedo hacerlo», se repitió, no por primera vez.

Caminó durante un par de horas, mientras la noche avanzaba y también lo hacían las borracheras. En los bares y pubs de peor calaña entraban y salían los bebedores de turno. La mayoría iban en grupo.

Aquel hombre no.

Gavriil se quedó en la esquina, atento, al ver que echaban a un cliente no deseado de un tugurio que no merecía el nombre de bar.

—¡Vuelve cuando no tengas ganas de pelea, imbécil! —le increpó alguien, antes de que la puerta se cerrara.

El desconocido se levantó a trompicones, escupió al suelo, se cayó y se puso a cuatro patas para intentar alzarse de nuevo. Olía más a alcohol que a sangre. La peste de borracho nunca le había gustado, pero eran algunas de las víctimas más accesibles. A la mañana siguiente, la mayoría no recordaban ni haber sido atacados, ni cómo se habían hecho las heridas del cuello.

Gavriil olió la herida de su boca antes de verla. También le había sangrado la nariz. Había estado buscando gresca en el bar, eso estaba claro.

Una víctima como cualquier otra.

Cuando el hombre empezó a andar dando tumbos, el joven aguardó unos tentativos momentos para ver su dirección. Su búsqueda del siguiente bar lo llevó a una calle peatonal que daba a la trastienda de algunos locales, pero a ninguna puerta principal. No había nadie.

«Puedo hacerlo».

Gavriil saltó tras él. Antes de que el hombre pudiera volverse, lo agarró de la cabeza y lo golpeó contra la pared. El sonido fue seco, pero no quebrado. Aunque el desconocido cayó redondo al suelo, no le había roto nada.

No obstante, el arañazo de su sien comenzó a sangrar, y la bestia rugió, exigente. El joven aspiró el olor, sintió la sed secándole la garganta, al agudeza de los colmillos en su boca.

«Contrólate».

Se arrodilló lentamente junto al cuerpo y lo volvió. El latido era regular en el cuello. Le había venido bien dormir. Sí, le vendría bien dormir la mona. Extendió la mano y sintió el pulso contra la palma. Salivaba. Llevaba cuatro días sin alimentarse. Era hora de comer.

Antes de poder controlarlo, se inclinó y clavó los dientes. La bestia lanzó un gruñido triunfal a través de su garganta y comenzó a succionar de las heridas abiertas.

Pero una parte de él siguió ahí. Una parte de él permaneció intacta, consciente, mientras bebía y bebía... y cuando el pulso se debilitó, tomó las riendas.

El esfuerzo fue sobrehumano. Sintió como si se rompiera por dentro... pero se levantó. Se limpió temblorosamente los labios manchados de sangre, pero comprobó, atónito, que el hombre seguía respirando. Las heridas no eran tan graves. Había poca sangre en el suelo, y la bestia, por fin, ronroneaba satisfecha.

—Lo he hecho.

Cuando se alejó de allí con paso vivo, Gavriil sentía exultante. ¡Demonios! No recordaba la última vez que fue... feliz. Que estuvo satisfecho consigo mismo. Lo había conseguido, había logrado su objetivo.

Por irónico que fuera, había conseguido no matar a nadie. La oscuridad se había aquietado en su pecho, adormecida. Ahora todo iría bien, seguro. Si había podido hacer eso, podría hacer cualquier cosa. No necesitaba a Yaromir. Estaba bien solo.

Cruzó la plaza donde había intentado bañar a Kir hacía cuatro días. Vio sangre en el suelo... la sangre del policía. Pero este había sobrevivido, ¿no? Así que también era un éxito.

Andaba con energía renovada cuando la vio. Una niña, nada más que eso, una chiquilla que no debería estar allí a esas horas. Luego el mundo se volvió negro, y lo único que escuchó en esa oscuridad fue un grito.

Cuando Gavriil recuperó el sentido, se encontraba en otra parte, y a sus pies yacía un hombre moribundo.

GavriilWhere stories live. Discover now