Capítulo 20

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Cuando llegaron a Tanzania, tuvieron la suerte de encontrar a un mercader que se dirigía a la aldea de los masai y que accedió a llevarlos entre sus productos. Apretujados en el carromato, sufriendo el calor sofocante y la humedad que dificultaba su respiración, Damon miraba preocupado hacia el horizonte. Un paisaje desértico los rodeaba durante horas, y no tenía ni la más remota idea de cuánto tiempo tardarían en llegar a la aldea. Además, algo en el fondo de su mente se preocupaba por la ayuda espontánea del mercader, pero estos pensamientos se veían opacados por la preocupación que sentía por Kneisha y Ángel. Era consciente de la distancia que se había creado entre ellos desde esa noche. Había presenciado el intercambio de asientos en el avión. Sabía que Kneisha se sentía culpable, pero no podía hacer nada para ayudarla. Sospechaba que solo Ángel podía hacerlo, por eso se alegró cuando Ángel se desplazó hacia el lado de Kneisha en el carromato. El resto se puso los auriculares casi al unísono, en un entendimiento silencioso para darles algo de intimidad.

—¿Cómo te sientes? —preguntó Ángel con la voz tensa y rígida, muy lejos de su tono cálido y suave habitual.

—Diría que bien, pero estaría mintiendo —y sería una mentira muy grande, pensó Kneisha para sí misma. Quizás hablar con él le ayudaría de alguna manera—. La verdad es que me vendría bien hablar con la única persona que está pasando por lo mismo que yo —dijo Kneisha, intentando encontrar algo, una respuesta, cualquier cosa que la devolviera a la vida, que la hiciera sentir mejor.

—No estoy pasando por lo mismo que tú. Estoy bien —dijo Ángel, encogiéndose de hombros.

—Pero no lo pareces.

—Pues lo estoy, soy más fuerte que tú —tras eso, se dio la vuelta y se alejó un poco de ella. Kneisha sintió cómo sus ojos se humedecían.

Horas después, bajaron del carromato y comenzaron a caminar hacia la aldea que divisaban a lo lejos. Fue entonces cuando un sonido rompió la calma del paisaje que los rodeaba. Parecía un grito, una llamada o un canto. Ecos repetitivos lo secundaron, creando una sensación mágica y única. De alguna manera, resultaba reconfortante su sonido, como si fuera una advertencia, una veneración a la fuerza y la esperanza.

Tan solo tuvieron que avanzar un poco más para descubrir la figura que cantaba, recortada contra el sol del amanecer. Se trataba de un joven pastor rodeado de su ganado y envuelto en telas rojas como el fuego o el sol naciente. Se sostenía sobre una sola pierna, como si fuera una cigüeña, apoyado en un bastón, y su voz se hacía cada vez más intensa y penetrante a medida que el sol ascendía por el cielo.

Parecía que les estaba dando la bienvenida. Sin embargo, cuando se acercaron lo suficiente para que el hombre los viera, salió corriendo hacia el corazón de la aldea, asustado. Damon les explicó que esta actitud era normal, ya que su pueblo estaba amenazado y en peligro de extinción.

Continuaron caminando hacia donde el hombre se dirigía, a través de la inmensa llanura. Pero la llanura no solo pertenecía a los masai, ya que parecían compartirla sin problema alguno con animales que Kneisha nunca esperaría ver. Una pequeña familia de ñus pastaba tranquilamente, sin prestarles demasiada atención. Sus astas redondeadas no inspiraban mucha confianza, pensó Kneisha, agradeciendo que los animales no les prestasen atención. Las largas barbas les daban un aire solemne. No muy lejos de ellos, había algunas cebras de pie, hermosas con sus rayas negras y blancas, parecían estar en movimiento hacia algún lugar. Por último, antes de llegar a la aldea, Kneisha pudo divisar una jirafa. Esta las miraba con curiosidad desde la distancia, como si no quisiera perderse lo que estaba a punto de ocurrir.

Cuando llegaron al límite del poblado, el joven pastor los esperaba junto a un hombre de mediana edad que parecía ser el líder del pueblo. Dijeron algo, pero Kneisha no entendió sus palabras. Damon se comunicó con el hombre en su extraña lengua, y este, aunque los miraba con recelo, los invitó a entrar en la aldea.

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