Capítulo 34

20 7 47
                                    

Kneisha despertó en medio de la oscuridad. Olía a humedad. Se dio cuenta de que estaba flotando en el aire, ya que no sentía nada sólido a su alrededor. Tomó impulso para descender hasta el suelo.

Se tomó unos segundos para decidir qué hacer. Empezó a andar hacia adelante, intentaría encontrar una luz.

—¡Ay! —exclamó.

Había chocado contra un barrote. Entonces se dio cuenta de dónde estaba: en una celda de las mazmorras del sótano. Recorrió con sus manos las frías barras de su prisión, intentando encontrar un sitio por donde escapar, pero no consiguió nada.

Se preguntó dónde estarían los demás. Quizás los habían matado. Sintió una angustia que le apretaba el pecho y se extendía a su garganta. Quiso gritar, pero se contuvo.

Se sentó en el aire, aturdida en la oscuridad. Un chirrido de una puerta sonó, alguien había entrado en la habitación. La luz eléctrica que colgaba del techo alumbró a la desolada Kneisha.

Entrecerró los ojos, el cambio de iluminación la hacía daño. Pero, a pesar de eso, distinguió perfectamente a las dos figuras al pie de unas escaleras. Dos figuras que la observaban atentamente.

Esas dos figuras eran sus padres.

El corazón de Kneisha se paró durante un segundo. Sintió que se desmayaba y se agarró a uno de los barrotes.

Por la mente de sus padres pasó un cúmulo de pensamientos sin sentido. Elisabeth recordaba la primera vez que la sostuvo entre sus brazos. Evan recordaba la primera vez que le había llamado Papá. Era la niña a la que habían visto nacer y crecer. Sin embargo, no era la misma. Algo había cambiado en ella: el peso de la responsabilidad y el poder la habían transformado, convirtiéndola prematuramente en una adulta hecha y derecha.

Una adulta que los miraba de manera desafiante. Una adulta que ya sabía la verdad sobre ellos. Pero no toda la verdad, recordó Elisabeth.

—Hija —fue lo único que articuló a decir.

Como toda respuesta, ella giró la cabeza hacia el otro lado. Como un animal enjaulado que no quiere oír las palabras de sus captores.

—Hija, no tienes por qué estar así —continuó Evan—. Únete a nosotros y estarás segura para siempre.

—Ya no me considero hija vuestra, no me hagáis un trato especial —el recuerdo de Damon ahogado entre los Guerreros, y Michael sangrando, pálido, hacía que hablase presa del pánico—. Matadme, como habéis hecho con mis amigos.

Su padre fue el que respondió.

—Nosotros no hemos matado a nadie. Están en las mazmorras de la habitación contigua. Supongo que te refieres a Damon y al chico. Y, por supuesto, nuestros amigos en común: Lucas y Naomi. Ellos ya están acostumbrados a estas jaulas. Parecía que ya las echaban de menos. Pero no los hemos matado, no somos los ogros que tú crees —o, al menos, no con la gente que les importaba, pensó Evan.

Kneisha respiró con menos dificultad al saber que todos estaban vivos. Pero aún seguían atrapados entre las garras de sus padres. Aunque quedaban Ángel y Sarah, sus padres no parecían haberse dado cuenta de su presencia en el edificio aún.

—¿Por qué? —preguntó Kneisha.

—Porque nos atacan constantemente —respondió Evan, encogiéndose de hombros.

Pero Elisabeth sabía que no era eso a lo que Kneisha se refería.

—¿Por qué me abandonasteis? ¿Por qué hacéis todo esto? ¿Por qué lucháis contra lo que soy yo? —lo dijo muy bajo, apenas tenía fuerza para hablar más alto—. ¿Por qué?

Nuevo MundoWhere stories live. Discover now