Capítulo 39

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La Guerra llegaba. La Guerra se acercaba. Era inevitable, se podía palpar en el aire, no había vuelta atrás, no había manera alguna de parar aquello. Ejércitos, ejércitos y más ejércitos asolaban la nueva tierra, la tierra de nadie y de todos a la vez. Ejércitos de todos los tipos y de todos los bandos se preparaban, entre la bruma y la niebla que la fusión estaba causando. Soldados malos, soldados buenos. Todos ellos queriendo cumplir con su misión, acabar pronto y regresar a casa, si es que quedaba alguna, con los suyos, si es que seguían vivos.

Y entre todo ello, cuatro jóvenes y un guía se apeaban de un avión, entre dos colinas de un verde muy intenso. Miraban a su alrededor, pero no veían nada, solo humo y niebla. Pero sabían que sus enemigos estaban ya allí, en algún lugar, esperando detrás de alguna colina, esperando a que la claridad llegase, a que los mundos se juntasen de manera definitiva. Esperando para atacar. El piloto los había informado de que iba a aterrizar fuera de pista. De hecho, según les había contado, habían aterrizado en el grupo septentrional de las Kuriles, cerca de la pequeña isla de Atlasov, donde se podía observar, entre la niebla característica de la zona, un volcán que era un cono casi perfecto de 2000 metros de altura. Uno de los volcanes activos.

Su ejército del mundo de agua los estaba esperando por allí cerca, los habían divisado desde las alturas. Era una mezcla de razas y culturas. Los masai, los hakka, los ainus – habitantes de las Kuriles –, los monjes que sobrevivieron a los Guerreros y todos aquellos que se habían enterado de dónde iba a tener lugar la batalla y habían acudido a ayudar. Pronto dieron con los Elegidos, ellos también los habían visto cuando surcaban el cielo, y los llevaron con ellos.

—La bruma y la niebla impiden que veamos aún a los ejércitos de los otros mundos, tanto los nuestros como los de los enemigos —informó uno de los monjes, que parecía que habían puesto al mando, por su conocimiento de idiomas.

—¿Y a qué se debe esta niebla? —preguntó Michael, entrecerrando los ojos, intentando ver más allá de lo que la situación le permitía.

—En estas tierras siempre hay niebla, señor —era uno de los ainus el que había tomado la palabra—. Pero se ha intensificado en las últimas horas. Creo que es por la magia que desprende este sitio justo ahora, cuando los mundos se están fusionando, cuando va a ser el escenario del final.

Michael asintió, conforme. Tenía cierto sentido. Y así podrían prepararse a escondidas de sus enemigos, que debían rondar alguna de las islas. Solo esperaba que cuando hubiese que luchar, el ambiente se despejase un poco.

Y, entonces, un nuevo temblor sacudió la tierra, uno más fuerte que ninguno de los anteriores. Los Elegidos cayeron al suelo, casi agonizando, les quemaba el brazo derecho. Como si una aguja se les clavase en la piel, haciendo un tejido extraño, una aguja invisible porque allí no había nada.

Al cabo de un minuto el dolor pasó. Se miraron el brazo y vieron unos símbolos, tatuados en su piel de alguna manera mágica. Cada uno tenía el símbolo de su elemento, como un recordatorio de cuál era su misión. Como un recordatorio de cuál era su destino.

Estaban sorprendidos, pero no tenían tiempo para pensar en ello. Su problema principal era encontrar al resto. Tenían la sospecha de que los ejércitos enemigos no estaban menos confusos e inseguros que ellos entre la niebla y, por tanto, con toda seguridad esperarían a que la cosa estuviese más clara para atacar. Lo que les daba un pequeño margen de tiempo para reunir a todas sus fuerzas. Pero las islas Kuriles eran 56, y no creían que les diese tiempo a encontrar todas. Sin embargo, Michael observó rápidamente que el epicentro parecía ser el volcán que divisaban desde su posición, aquel cono perfecto.

—La lucha no puede extenderse a las 56 islas. Y si confiamos en que el destino nos ha puesto aquí por una razón, la guerra se desarrollará en esta isla y las de alrededor, sin ir mucho más lejos —dijo, confiado, aunque en el fondo, no tenía tanta seguridad como aparentaba. Todos asintieron conformes, era mejor que nada—. Así, propongo que nos dividamos y rastreemos las islas cercanas, cada colina y cada rincón. Vamos a memorizar las posiciones de los enemigos, y si vemos a alguno de los nuestros, los traemos con nosotros. Si veis claras oportunidades de acabar con algún enemigo, adelante, pero no os arriesguéis demasiado. Eso vendrá después. ¿Qué os parece?

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