Capítulo 36

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La noche transcurrió rápidamente. A Kneisha le resultó extraño volver a dormir en su antigua cama, pero ya no sentía esa presión en el pecho ni la angustia que había caracterizado su vida. Esto, en parte, se debía al discurso de Ángel.

A la mañana siguiente, volvieron a subirse al coche. Todavía les quedaba un pequeño trayecto hasta el lugar donde se encontraba la cuarta y última llave. El lugar elegido era uno de los monasterios de Tesalia, el Moni Agias Varvaras Rossanou, en Grecia central. Según lo que Lucas les había contado, en ese monasterio en concreto, el más alto y lejano, una comunidad de monjes se encargaba de pasar la llave de generación en generación, protegiéndola y guardándola en secreto de miradas indiscretas.

Así que se prepararon para escalar montañas, ya que los monasterios eran de difícil acceso, si la memoria no le fallaba a Kneisha. Aunque no lo recordaba con claridad, cuando eran niños los llevaron de excursión allí. Los únicos recuerdos nítidos que tenía eran: haberse arañado por todas partes y haber sufrido un esguince en un tobillo.

Cuando se acercaron a la zona de los monasterios, divisaron a lo lejos las altas formaciones rocosas, algunas de hasta seiscientos metros, que albergaban los imponentes monasterios en sus cumbres. Estas formaciones rocosas estaban llenas de afilados acantilados, formados por la erosión de las aguas que cubrían el valle hacía treinta millones de años, según habían leído.

Al llegar a la base del peñasco donde se encontraba el monasterio, quedaron impresionados. Según lo que habían leído, la elección de esa ubicación tan elevada tenía el propósito de evitar los asedios turcos en su momento. En aquel entonces, los monjes usaban poleas para abastecerse de víveres y comunicarse con el exterior, ya que no existían escaleras ni ninguna otra forma de acceso.

Aunque ahora se alegraban de contar con enormes escaleras de cientos de peldaños para acceder a los monasterios, su alegría se vio empañada por el calor, el sol, la sed y el dolor de cabeza. Se preguntaron por qué no podía ser fácil conseguir ninguna de las malditas llaves.

La sombra del Guerrero que los seguía, y que los había seguido durante tanto tiempo, tampoco planeaba que nada fuera fácil. Finalmente, había llegado el momento de la acción. Una vez obtuvieran la cuarta llave, debía dar la alarma al resto de su escuadrilla antes de que los Elegidos pudieran ver la Profecía y él pudiera robarla. Aunque los Guerreros de Evan y Elisabeth estuvieran pendientes en todo momento de abrir la puerta al lugar indicado, el Guerrero hacía bien su trabajo, y ellos, una vez más, no notaron nada mientras subían escalón tras escalón.

—Fijaos —dijo Michael, señalando el espacio que los rodeaba.

Todos levantaron la cabeza, que hasta ese momento estaba enfocada en el siguiente escalón. Vieron una inmensidad extendiéndose en todas las direcciones: cielo azul, piedra gris y el campo verde que se extendía a sus pies. Otras formaciones rocosas los rodeaban, con sus monasterios en las cimas, haciéndolos sentir pequeños en medio de aquel vasto paisaje.

—Vamos, no hay tiempo para eso —dijo Damon—. Ya casi estamos —llevaba demasiado tiempo esperando ese momento como para detenerse a observar el paisaje.

Y tenía razón, solo tenían que cruzar un puente levadizo, cuya estabilidad dejaba mucho que desear, y estarían en el monasterio, cerca de la cuarta llave y de la Profecía.

Pusieron un pie sobre el puente con cuidado, y este respondió con un escalofriante crujido. No tenían más opción que cruzarlo, con el mundo tambaleándose bajo sus pies. Kneisha sintió miedo.

—Vamos, no hemos llegado tan lejos para caer por un puente viejo, ¿verdad? —preguntó Sarah, mostrando una valentía digna de admiración, que solo aparecía cuando no se trataba de pasar por lugares desagradables.

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