CAP I

164 60 75
                                    

                   STOTTEL

Nunca me gustaron las avionetas.

No me gustaba que hiciesen tanto ruido.

Ni que tuviesen esas formas tan feas.

Ni que fuesen tan grandes.

Pero sobre todo, no me gustaba saber que esas avionetas tenían más importancia para papá que su propio hijo.

No me gustaban nada si conseguían la atención que llevaba reclamando yo desde que había nacido.

Papá solía estar en casa los domingos, pero, cuando estaba, a penas salía de aquel pequeño cuartecito que él llamaba despacho y yo utilizaba para hacer carreras de coches de juguetes cuando él no estaba.

En la cena, nunca ocupaba su silla y mamá le llevaba la comida en una bandeja a la habitación.

Nunca me dijeron que hacía allí durante tanto tiempo.

Papá solía sentarse delante de mi, pero entonces tan solo se volvió un espacio vacío más en la mesa.

Mamá siempre llevaba aquellos rulos rubios en el pelo que solía hacerse por las mañanas antes de que sonase la alarma.

Siempre se retocaba el labial rojo, que llevaba en su pequeño bolso, cuando nadie la veía.

Siempre olía a jazmín, al igual que toda la casa.

Solía poner inciensos de jazmín en cada mueble y rociar con ambientador de jazmín las sábanas del sofá y las camas.

Ella siempre fue la que me dijo que tenía que aparentar ser un buen chico delante de los invitados, los cuáles normalmente solían ser señores mayores que no paraban de hablar de impuestos y una política que a mi nunca me interesó.

Entonces, no tenía que aparentar ser nada porque cuando terminábamos de cenar me iba corriendo hacia mi habitación para coger los cascos y pintar en el bloc que tenía escondido debajo de la cama porque sabía que a mamá no le gustaba que dibujase.

Ella prefería que supiese tocar el piano y el violín, por eso, todos los martes y jueves iba a clases particulares para aprender a tocar junto con niños que vestían igual que yo pero apenas tenían nada en común conmigo.

Salvo Masry, claro, ella sí que me caía bien, a pesar de que nunca habíamos hablado.

No me hacía falta mantener una conversación con la gente para saber si eran buenos o malos.

Normalmente se podía ver a través de los ojos cómo me había enseñado el abuelo el anterior verano.

"A veces una mirada puede decir más que mil palabras, Stottel. Porque en los ojos se refleja la verdadera naturaleza de una persona."

La casa de los abuelos estaba instalada en lo alto de las montañas del pueblo.

Por eso, cuando todos los veranos íbamos a visitarles, me encantaba correr por la extensión de aquellos prados.

Me encantaba sentirme el rey del mundo y gritar porque sabía que nadie me escucharía.

El abuelo casi siempre solía estar en el taller que se encontraba en una pequeña caseta a unos metros de la casa.

Allí creaba sus pequeñas figuritas de acero que tanto le emocionaba hacer.

A veces, me sentaba a su lado en un taburete y me quedaba durante horas observando cómo trabajaba con esa precisión.

De fondo, algunas veces, sonaba uno de los vinilos de su colección que me dejaba elegir a mi.

Algunos días sonaban los Rolling Stones y otros Snow Patrol.

Pero había un vinilo en concreto que me encantaba. "Wonderful Life", de Smith & Burrows.

Podía estar escuchando esa canción en bucle durante días.

A la abuela solías encontrarla en el salón, sentada en el butacon de piel marrón, delante de la chimenea, y tejiendo aquellas bufandas de color azul y amarillo que ya eran características de ella.

La abuela no solía hablar mucho, ella era más de transmitir sus pensamientos a través de acciones.

A diferencia de mamá, la abuela olía a canela.

Y a verano. Y a café. Me gustaba mucho el aroma de la abuela.

La casa de los abuelos olía bien.

Olía a las especias que la abuela guardaba en tarritos en la cocina.

Al chocolate caliente  que todos los sábados desayunábamos.

A el incienso. A el olor a detergente que desprendían las telas del sofá.

A la colonia del abuelo. A la brisa del sol que entraba por la ventana y a la suave brisa que balanceaba las cortinas.

Era perfecto.

Para mi pequeño mundo interior era perfecto.

Pero el verano siempre terminaba.

Y cuando lo hacía, me ponía triste. Me encantaba el verano.

En el colegio, tenía un amigo. Lucas.

Él jugaba a fútbol en los patios mientras yo me quedaba mirándole sentado en las gradas.

Yo no era muy popular. Él sí, debido a que su padre era el director del colegio.

Pero nunca nos separó esa impopularidad que yo tenía.

Normalmente, en las gradas también se solían sentar las niñas para admirar a los chicos que les gustaban.

Masry siempre estaba allí.

Pero nunca miraba los partidos, si no que la encontrabas leyendo un libro, sin despegar la nariz de aquellas páginas.

Me caía bien Masry.

Quizás demasiado bien.

Pero eso no lo supe hasta que crecí.

Hasta que me di cuenta que cada vez que ella pasaba por mi lado, inspiraba con fuerza para que me llegase su aroma.

Hasta que me di cuenta que la miraba fijamente desde las filas de atrás durante todas las horas de clase.

Que sabía exactamente cuantos lunares tenía en su cuello.

Que sabía que todos los lunes llevaba ropa blanca y todos los miércoles ropa rosa.

Que siempre era yo el primero que se ofrecía a darle el bolígrafo cuando ella no tenía o se le olvidaba.

Hasta que me di cuenta que, cuando pasaba por delante de su casa, me quedaba mirando embobado la ventana de su habitación imaginando si estaría leyendo un nuevo libro o escribiendo en esa libreta que se llevaba a todos lados.

Quizás estaba estudiando.

Quizás dormía. 

Quizás me interesaba demasiado su cabeza.

Su manera de callarse para todo.

Su manera de mirar de reojo.

Quizás me había obsesionado.

Y no lo supe hasta que crecí.

✅Aquella versión que nunca te contaron  Where stories live. Discover now