CAPÍTULO XVI

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STOTTEL

Una vez escuché decir que, mientras más fuerte te convirtieses, menos capacidad tenía la gente de hacerte daño.

De romperte.

De destrozarte.

Bueno, no sé si fue porque era débil.

O porque quizás esa persona que dijo aquello tan solo hizo una simple suposición de algo que ni siquiera vivió.

Pero a mi me destrozaron.

Me arrancaron de raíz, me tiraron y me pisaron.

Y todavía me obligaron a levantarme y fingir que estaba bien cuando apenas conseguía mantenerme en pie.

El primer cachito que se cayó de mi corazón fue cuando tuve siete años y estaba delante de la puerta del despacho de papá.

Estuve a punto de tocar con los nudillos, estuve a punto de abrir esa maldita puerta y preguntar si acaso yo había hecho algo para que él no apareciese.

Pero nunca pude abrir esa puerta porque apareció mamá y me llevó muy lejos de allí.

El segundo cachito que cayó de mi corazón fue cuando tenía once años y me di cuenta que nunca encontraría otro refugio en el que sentirme seguro como el de mi bloc de dibujo.

No me dolió ese hecho en sí, me dolió el hecho de que jamás podría contar con alguien qe estuviese para mi cuando tratase de rendirme, si no que toda la responsabilidad recaía sobre mi.

El tercer cachito cayó cuando tenía dieciséis años, y fue cuando recibí la noticias de que mi abuelo había fallecido.

Aquel hombre que se dedicaba a crear figuritas de acero y me hablaba de la vida como si tuviese veinte años de nuevo.

El hombre que me descubrió que la música no era una simple melodia que te hacía mover la cabeza, si no que era un mundo que podía arroparte cuando tuvieses frío.

Ese hombre que fue una especie de padre para mi.

Un hombre sabio.

Un hombre valioso.

Un hombre que tocó su fin.

Hay algo que la gente no sabe de la crueldad de este mundo.

Y es que a veces se lleva a las personas que no se merecen irse.

A veces se lleva a los buenos y deja que los malos contagien su veneno.

" - ¿Sabes qué, Stottel? Existe algo que el tiempo no puede, a pesar de su innegable capacidad destructora, anular : y son los buenos recuerdos, los rostros del pasado, las horas en las que uno ha sido feliz"

Me dijo una noche de verano, sentado sobre su taburete y con las gafas de lupa cayéndose por el tabique de su nariz. Con "Evergreen" de Richy Mitch de fondo.

El funeral del abuelo fue vacío.

Gris.

Silencioso.

Acudieron Mamá y Papá.

La abuela, la cual apretaba con fuerza el bastón que había empezado a necesitar por problemas de la cadera.

Y, por último, algunos viejos amigos de la familia.

Pensé que lloraría. Pensé que me derrumbaría en la hierba y que no podría volver a levantarme.

Pero tan solo me mantuve inmóvil. Sin poder pestañear mientras miraba la tumba de color marrón del abuelo.

No tuve fuerzas.

Pensé : ¿En qué momento se nos escapaba la vida de las manos? ¿En que momento te parabas y pensabas : "Ya no va a volver"? ¿En qué momento eramos capaces de dejar que ese pensamiento no nos aturdiese?

Y, cuando el ataúd comenzó a descender bajo la tierra, mamá rompió en llanto y se apoyó sobre mi.

Dejó caer su cuerpo sobre el mio y hundió su rostro en mi cuello.

Y yo no sentí nada.

No sentía el aire, ni el calor, ni el frío.

Tan solo sentía un gran vacío que me agarraba de los pies hacia abajo porque quería hundirme con él, y yo le dejaba, porque no quería estabilizarme, no quería seguir.

Me sobraba respirar.

Me sobraba latir.

Tan solo quería...... Quería recupera lo que había perdido.

Lo que me habían quitado.

Pero por eso era tan cruel la vida.

Porque cuando te lo quitaba todo, no te devolvía nada, y te quedabas esperando una pizca de algo, de esa esperanza que te hacia creer que sí, que iba a volver, porque era la única manera de soportarlo.

Cuando todos se fueron, yo me quedé sentado en uno de los bancos del cementerio, mirando el hueco abierto que todavía no habían cubrido.

Había sido reducido a miles de pedazos rotos por dentro.

Ahí estaban, tirados en el suelo y gritándome que nunca más se volverían a unir.

Vi de reojo que alguien se acercaba y ni siquiera tuve fuerzas de alzar la cabeza.

Pero cuando se sentó a mi lado y me llegó el olor a canela, supe que era la abuela.

- Siempre fue mi espejo - susurró, con la voz ronca - Para verme tenía que mirarle. Nunca dejes que te hagan merecer menos de eso, Stottel. Nunca.

Una triste lágrima rodó por mi mejilla mientras apoyaba mi cabeza en el hombro de la abuela.

Su mano arrugada me acarició el brazo y cerré los ojos.

Pensé que que lo que me dijo el abuelo aquel día sobre los buenos recuerdos, era cierto.

Pero no para mi.

Porque yo no había sido feliz ni un triste momento de mis dieciséis años.

Y saber eso solo hizo que estallase en llanto.

✅Aquella versión que nunca te contaron  Where stories live. Discover now