CAPÍTULO XIV

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STOTTEL

Es indudable que uno de los sentimientos más dolorosos que puede experimentar un ser humano es el de la soledad.

Especialmente cuando se siente que nadie realmente lo conoce o se preocupa por él.

Es una sensación devastadora que puede sacudirnos hasta lo más profundo de nuestro ser, dejándonos con una sensación de vacío y desamparo que parece insuperable.

Imagínate sentir que estás rodeado de gente, pero en realidad estás completamente solo.

Que aunque haya personas a tu alrededor, nadie realmente te conoce, nadie entiende tus pensamientos más íntimos, tus emociones más profundas.

Es como estar atrapado en una burbuja invisible, aislado del mundo, con una barrera infranqueable que te separa de los demás.

Y cuando esa sensación se ve agravada por el hecho de que las personas con las que has compartido momentos importantes en tu vida se van, desaparecen, se alejan, la sensación de abandono puede resultar abrumadora.

Te preguntas una y otra vez qué hiciste mal.

Por qué nadie se queda a tu lado.

Por qué las personas que alguna vez te prometieron estar contigo para siempre ahora están tan lejos.

Es como si todas las relaciones que has construido a lo largo de los años se desmoronaran frente a tus ojos, como si te quedaras sin apoyo, sin afecto, sin cariño.

Y todo ese dolor se acumula en tu pecho, aumentando tu sensación de soledad y desamparo, haciéndote sentir pequeño e insignificante en un mundo que parece indiferente a tu sufrimiento.

La falta de conexión genuina con los demás puede ser desgarradora.

Sentir que nadie te entiende, que nadie se preocupa lo suficiente por ti como para querer conocerte realmente, puede hacer que te sientas invisible, como si estuvieras gritando en un desierto sin que nadie te escuche.

Y esa sensación de invisibilidad puede ser aún más dolorosa que la soledad misma, porque implica que tu existencia carece de sentido, de valor.

Es difícil aceptar que no somos tan importantes para los demás como pensábamos, que nuestra presencia en la vida de las personas que amamos es más fugaz de lo que creíamos.

Es un golpe duro para nuestra autoestima, para nuestra autoimagen, para nuestra confianza en nosotros mismos.

Nos hace cuestionar nuestra valía, nuestra capacidad para ser amados, respetados, apreciados.

Eso fue lo que aprendí cuando notaba que Lucas comenzaba a juntarse más con sus amigos que conmigo.

Cuando se enfadaba conmigo porque nunca me apuntaba nunca a ninguno de los planes que él proponía porque yo prefería pasarme los días dibujando en la casa del árbol.

Pero, ¿cómo le decía yo que ya me había acostumbrado a mi pequeño mundo?

¿Cómo le decía yo que sus planes no era que no me interesasen sino que, simplemente, hacia mucho tiempo que había perdido el interés por el mundo que me rodeaba?

¿Cómo le decía yo que cada vez que se alejaba no me dolía porque ya estaba acostumbrado a que el mundo se alejase de mi?

A que huyesen.

A que me evitasen.

Nadie conocía mi canción preferida, ni mi libro favorito.

Nadie sabía qué película veía cuando estaba triste.

Qué frase recordaba en mis mejores días.

Nadie sabía qué era lo que me hacía seguir cuando no quería continuar.

Qué me hacía feliz cuando no podía parar de estar triste.

Qué hacía cuando no podía dormir o qué necesitaba cuando perdía las energías por todo.

A veces me preguntaba si es que alguien en absoluto me conocía.

Si alguien en absoluto sabía como era en realidad.

Si sabían que era esa persona que no nació con un don.

Que no cantaba ni bailaba bien.

Que no era bueno escribiendo poesía ni resolviendo ejercicios matemáticos.

Que era esa persona que debía apostarlo todo a ganar porque, sin estar seguro, ese era mi futuro.

Era la persona que miraba y no opinaba.

Que soñaba sin dormir.

Era la persona que no sabía para qué estaba.

Nadie sabía que en mi vida siempre había faltado el apoyo de un padre que apenas conocía.

Un padre al que seguro le parecía un tonto, un inútil que no servía para nada, un mal hijo, uno con el que nunca estaría orgulloso.

Nadie sabía que salía a medianoche mientras todos dormían solo paras sentirme en paz, mirar esas luces en las calles y sentir el frío del aire.

Nadie sabía que odiaba las conversaciones cortas.

Que yo quería hablar de la muerte, de la magia, del significado de la vida.

De galaxias lejanas, de miedos y de inseguridades.

Nadie sabía que el contacto físico para mi era incómodo.

Que prefería la música antes que a las personas.

Que tenía la manía de guárdamelo todo para mi y encerrarme en mi mismo.

Que prefería callarmelo y sufrir en silencio y esperar a que todo se solucionase o, por lo menos, que el dolor disminuyese.

Nadie sabía que me molestaba saber que mi futuro dependía de las decisiones que hiciese cuando fuera joven cuando lo único que hacía era cometer errores, equivocarme y sentirme mal al respecto.

Me molestaba pensar en el futuro cuando apenas podía con el presente.

Nadie sabía que me miraba al espejo todas las noches y observaba cada una de mis inseguridades.

Que recordaba todos mis errores cuando veía la puerta del despacho de mi padre cerrado o la manera en la que se producía el silencio en la mesa mientras se cenaba.

Nadie sabía que todos los días notaba que no era importante.

Que pasaban los días y tan solo me dedicaba a existir.

Que cuando me preguntaban si estaba bien respondía que estaba genial a pesar de las heridas que sangraban cada vez que lo decía.

Y al final es triste pero me acostumbré.

Me acostumbré a saber que nadie nunca lucharía por mi.

Que no me detendrían cuando me alejase.

Me acostumbré a entrar y salir de la vida de las personas y que estas apenas lo notasen.

Me acostumbré.

Y la costumbre y la monotonía podían llegar a ser preciosas si aprendías a convivir con el dolor que estas te causaban.

✅Aquella versión que nunca te contaron  Donde viven las historias. Descúbrelo ahora