CAPÍTULO XIII

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MASRY

Si hubiese algo, tan solo algo que pudiese cambiar de inmediato, sería el haber abierto los ojos antes de que fuese demasiado tarde.

Antes de que Lucie acabase siendo la peor versión que nunca esperarías de aquella niña que soñaba con el poder de la creatividad.

Que siempre llevaba todas aquellas pulseras y colgantes con cosas aleatorias adheridas a ellas.

Que siempre ignoraba las miradas despectivas que le dirigían cuando veían su forma de vestir tan llamativa y colorida.

Que siempre llevaba una sonrisa en el rostro y trataba de sacarte una a ti, a pesar de estar rompiéndose por dentro.

Esa niña que creció.

Esa niña que nunca me contó todo lo que soportaba sobre sus hombros hasta que cayó al suelo y la aplastaron.

La presión era como cargar con el peso del mundo.

Era una sensación abrumadora que se iba intensificando con cada minuto que pasaba.

Como si cada vértebra estuviera siendo aplastada por una fuerza invisible y despiadada.

Cada paso que dabas se convertía en un acto de pura tortura.

Cada movimiento se convertía en un recordatorio constante de que tu espalda estaba soportando un peso demasiado grande.

Un peso que te arrastraba hacia abajo y te impedía avanzar con la gracia y la soltura que tanto anhelabas.

El dolor que se irradiaba por toda tu columna vertebral era como una daga afilada que se clavaba una y otra vez en tu carne.

Recordándote sin piedad que no podías escapar de la presión que te aplastaba.

Que estabas atrapado en un ciclo interminable de sufrimiento y desesperación.

Cada vez que te levantabas de la cama por la mañana, sentías cómo esa presión te golpeaba con fuerza.

Recordándote que no importa cuánto intentes ignorarla, siempre estaba allí.

Acechándote en cada esquina, esperando a que bajases la guardia para atacarte de nuevo con toda su ferocidad.

Y no importa cuánto te esforzases por aliviar el dolor, por encontrar un respiro en medio de la agonía, siempre había algo que te recordaba que estabas atrapado en ese infierno, que no había escapatoria, que debías cargar con esa presión como si fuera una maldición eterna.

Cada vez que intentabas encontrar un momento de paz y tranquilidad, la presión se encargaba de recordarte lo frágil que eras, lo vulnerable que te sentías, lo inútil que era luchar contra un enemigo tan implacable e invisible.

Y cuando finalmente te rendias ante ello, cuando aceptabas que no podías escapar de ella, que debías cargar con ese peso para siempre, sentías cómo el dolor se convertía en rabia, en impotencia, en un grito mudo que se ahogaba en tu garganta y te consumía por dentro.

Era un recordatorio constante de tus limitaciones, de tus miedos, de tus debilidades más profundas.

Era como un monstruo que te perseguía a cada paso, que te arrastraba hacia abajo sin piedad, que te obligaba a postrarte ante él y aceptar tu destino de sufrir en silencio.

Y todo eso lo sintió ella sola.

Todo eso tuvo que tragarselo por si misma, sin decírselo a nadie.

Debí abrazarla fuerte porque no estaba bien.

Porque en el fondo estaba en una lucha interna de la que nadie sabía.

Resistiendo de una manera inigualable.

✅Aquella versión que nunca te contaron  Where stories live. Discover now