CAPÍTULO XV

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MASRY

Creo que la primera vez que me asusté en mi vida fue cuando me caí de aquel árbol tan alto que había en el bosque y me rompí el tobillo.

Cuando caí al suelo y sentí ese crujido tan profundo que sabía que no venía de nada del exterior sino de mi, pensé que me moriría.

Tenía siete años por aquel entonces y aún me gustaba pensar que los meteoritos eran bolas de papel que los artistas del cielo tiraban para esparcir todo su arte en forma de fuego.

A veces, somos tan ingenuos y confiados en la bondad del mundo que nos rodea que nos vemos envueltos en situaciones que nos superan cuando siquiera tienen la importancia que le deberíamos dar.

Y es en esos momentos en los que nos damos cuenta de lo vulnerables que podemos llegar a ser.

La segunda vez que me asusté de verdad en mi vida tenía 16 años.

Era un sábado por la noche y yo, como casi siempre era mi rutina, me calzaba las zapatillas y salía a dar una vuelta por las calles de mi urbanización porque por las noches, en pleno silencio y plena soledad, el mundo era más bonito.

Recuerdo que las fotos que hice aquella noche las adherí a un cuaderno de fotografías que de seguro se perdió en algún rincón que ni siquiera me molesté en volver a mirar.

La magia de una cámara para mi radicaba en su capacidad de congelar el tiempo, permitiendome revivir momentos preciosos una y otra vez.

En un mundo tan rápido y ajetreado, la fotografía me ofrecía la oportunidad de detenerme y apreciar la belleza que me rodeaba.

Pero la verdadera magia de la fotografía radicaba en su capacidad para sanarme el dolor.

Cuando me sentía abrumada por la tristeza o la ansiedad, una imagen podía ser mi refugio, mi fuente de consuelo.

Eran las dos de la madrugada cuando recibí una llamada de un número desconocido.

- ¿Diga? - El vaho se escapó de entre mis labios mientras movía mi peso de un lado a otro por el frío que me calaba en los huesos aquella noche.

- ¿Es usted familiar de Lucie Graham? - preguntó aquella voz femenina que no había escuchado nunca.

Todo se rompió en pedazos, como un cristal que se estrella contra el suelo y se fragmenta en mil trozos.

Su nombre y su apellido.

Su olor a vainilla.

El frío.

Todo se juntó.

- ¿Quién es? - pregunté a media voz, con las piernas temblando y no por el frío, sino por el miedo.

- ¿Es familiar o no?

- No... Yo... Yo soy su... Mejor amiga.

Oí un suspiro y papeles moviéndose.

También escuché gritos pero supuse que serían los miles de fantasmas y demonios que se gritaban entre si en mi interior.

- Su amiga está ingresada en el hospital. Hemos intentado contactar con sus padres pero ninguno de los dos contestan.

"Hospital"

"Ingresada"

El hecho de sentir que le había fallado.

Que todo era mi culpa.

- ¿Dónde?

- ¿Disculpe?

- ¿Dónde está ingresada? - grité a media voz.

- Hospital San Tropess, por favor deme los dat...

No sé que más sucedió, solo sé que colgué y salí corriendo con todas mis fuerzas hasta que perdí la noción de todo lo que me rodeaba.

           ********************

Hay algo que la gente no sabe sobre la impotencia.

Y es que es uno de los sentimientos más dolorosos que una persona puede experimentar.

Se trata de la sensación de no poder cambiar o influir en una situación, de sentirse incapaz de hacer algo para mejorar las circunstancias.

Esa explicación quizás te la daría una persona que no la ha sufrido.

Una persona que no sabe que realmente la impotencia es como estar al borde del vacío.

Es esos retortijones que se producen en el estómago cunado te entra el miedo.

Es esa aguja fina que te pincha por toda la piel y ni siquiera te saca una gota de sangre.

Eso es la impotencia, saber que hagas lo que hagas, sientas lo que sientas y duela lo que duela, nada va a cambiar.

Y eso fue lo que sentí yo cuando crucé las malditas puertas de aquel hospital.

Eso fue lo que sentí cuando llegué a recepción y pregunté por el nombre de Lucie a media voz.

- ¿Es familiar? - preguntó con voz pausada la enfermera.

- He... He hablado con una persona antes... Me ha dicho que... Que...

- SI no es familiar no puede pasar, lo siento chica.

- No.. No lo está entendiendo. Necesito pasar. ¡Necesito pasar, joder!

- Señora, por favor cálmese, no......

Gruñí todo lo fuerte que pude de la desesperación.

Salí corriendo hacia el interior del hospital sin importarme lo mucho que me gritaran las enfermeras o el hecho de que avisaran a seguridad.

Lo único que tenía en mente era  la risa de Lucie cuando era pequeña.

Sus uñas pintadas de amarillo y azul.

Sus tiritas en las rodillas de dibujos animados.

Sus ojos verdes brillando bajo el sol cada vez que me decía que creía en las hadas.

Su meñique juntadose con el mio cuando me prometió que seríamos mejores amigas para siempre.

Encontré a Roy sentado en una de las sillas metálicas de la sala de espera junto con otras personas más que reconocía del instituto.

Levantó la cabeza hacia mi y abrió los ojos sorprendido.

- Masry.....

Pero no oí lo que dijo, miré la puerta que estaba de lado y no tardé en abrirla.

Y.... Ahí fue.

Ahí fue cuando se me congeló el mundo.

Cuando sentí que se me desgarraba cada uno de los rincones de mi interior.

Ahí fue la primera vez que sentí miedo.

Miedo de verdad.

Con sus ojos cerrados.

Con sus brazos conectados a miles de cables.

Con su rostro, su delicado rostro donde ya apenas se veían las pecas por culpa de las heridas y las vendas.

Ya no me importó cuando me gritaron los médicos.

Ya no me importó cuando me llevaron a rastras afuera de la habitación.

Tan solo me importó mi mejor amiga.

Porque, en aquel momento, Lucie no era un monstruo.

Lucie no era su peor versión.

En aquellos momentos Lucie era la niña que bailaba y saltaba sobre la cama de mi habitación.

Y a aquella niña juré protegerla siempre.

✅Aquella versión que nunca te contaron  Where stories live. Discover now