CAPÍTULO XII

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MASRY

Me falló la respiración.

Dejé el diario a un lado y me cambié de ropa rápido.

Lucie sí me sumaba.

Lucie sí me aportaba luz a mi vida.

¿Le dejé pensar que no era suficiente en mi vida?

¿Cómo pude dejarle pensar eso cuando yo la necesitaba?

¿Quién estaba para ella cuando ella estaba para mi?

No sabía todo su dolor.

No sabía lo destrozada que estaba.

No sabía que le habían cortado las alas.

¿Quién fui yo para merecerme el puesto de mejor amiga?

¿Quién fui yo para merecerme un hueco en la vida de aquella brillante chica?

¿Quién era en ese momento sin Lucie?

Bajé las escaleras corriendo y salí de casa sin mirar atrás.

No sé porqué.

No sé cómo.

Pero corrí y corrí y corrí.

Sin saber a donde me dirigía.

Sin saber a donde iba.

Tan solo con lágrimas resbalando por mis mejillas y la imagen de una Lucie destrozada porque se lo guardó todo.

Porque me quería y yo tan solo la quemé sin saberlo.

Ella me dejó ardiendo toda la ciudad a mi cuando se marchó.

La necesitaba a ella.

Y ella ya no estaba.

Y me di cuenta que estaba entendiendo lo que sentía Lucie.

Porque ella también me necesitaba y no me tuvo a su lado.

Tropecé en medio de la carretera y caí de rodillas sobre el asfalto.

Algunas piedras se clavaron en mis rodillas y mis manos.

Y yo seguía llorando.

Seguía sangrando.

Seguro Lucie me estaría viendo desde allí arriba.

Estaría viendo todo lo que estaba sufriendo.

Y quizás me lo merecía por no saber haberla cuidado bien.

Porque si estaba allí arriba era por mi culpa.

Extrañaba su voz, su olor, sus ojos, su sonrisa, su risa, sus manos, su forma de decir mi nombre, su manera de mirarme.

La extrañaba y necesitaba de mil modos que nunca había experimentado a la hora de necesitar a alguien.

Me dejó ardiendo como yo la hice arder a ella.

Ya no crecería.

Ya no cumpliría sus sueños, si no que quedarían en el olvido.

Ya nadie se acordaría de Lucie Graham, la chica de los vestidos coloridos y los colgantes de cosas estrafalarias.

Ya nadie se acordaría de la pequeña pelirroja.

Y ella viviría siempre dentro de mi.

Me había castigado.

Me lo había merecido.

Nunca fui suficiente.

Tuve que gritar.

Tuve que gritar porque era demasiado dolor en el pecho.

Lucie me enseñó demasiadas cosas.

Me tendió la mano cuando tropecé.

Me enseñó a perdonar.

Me amó sin condición.

Pero nunca me enseñó a vivir sin ella.

No la volvería a escuchar.

Ni a abrazar.

¿Cómo le decía adiós sabiendo que esa vez era para siempre?

¿Cómo le decía adiós sabiendo que ya no quedaba tiempo para abrazos ni besos de despedida?

¿Cómo le decía adiós cuando mi corazón le pedía a gritos que se quedase un rato más?

¿Cómo le decía adiós sabiendo que ahí, en ese preciso momento, todo terminaría?

¿Cómo se dice adiós amando?

¿Cómo le digo adiós sabiendo que mi corazón siempre estaría anclado a ella?

¿Cómo terminaría ese año sin su abrazo sabiendo que el año anterior fui la primera persona a la que ella abrazó?

¿Cómo le decía adiós sabiendo que podría haberla hecho feliz de verdad?

Quizás nunca se dice.

Quizás, hay adioses que siempre quedarán pendientes.

Quizás, tan solo debería haberla abrazado muy fuerte.

Quizás ya nos dijimos nuestro adiós aquella noche en mi habitación cuando se fue por mi puerta.

Quizás ya nos despedimos y no me di ni cuenta.

No fui tras ella.

No le dije que también la quería.

El mayor error de mi vida.

Ahora pagaba su precio.

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