Día 38

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Camino por la arena, escuchando la suave melodía de las olas, sintiendo el frío del agua rozarme los pies cuando llega hasta la orilla. El cielo estaba en un precioso degradado de amarillo a naranja. Me detuve un instante para admirarlo.

Algo llamó mi atención a lo lejos, no tuve duda de que era un piano ¿Pero qué hace mi Alaska en medio de la playa? Corrí hacia mi instrumento. Me detuve frente al piano color caoba con la respiración acelerada. Pasé mis dedos sobre las teclas blancas, las notas resonando en un interminable eco.

De repente, por cada nota que tocaba, una imagen aparecía en el piano: una foto con mi familia, mi primer recital de piano, las chicas y yo felices luego de ganar un partido de Voleibol, Aaron y Gabriel jugando al básquet, Mason cocinando, Turner y yo bailando debajo de las estrellas en nuestra primera cita.

Turner.

Lo sentí antes de verlo. Está parado a unos metros frente a mí, sonreía con la dulzura que le caracterizaba, no pude evitar sonreírle de vuelta. Pero de un momento a otro, simplemente desapareció.

¿A dónde se fue? ¿Qué había pasado?

—Turner. —Le llamé, pero solo se escuchaba el eco de mi voz.— ¡Adam!—grité su nombre.

Comencé a correr por todo el lugar buscándolo, pero no hay rastro de nadie. Estoy sola.

La arena comenzó a sentirse más densa. Ya no puedo moverme, o hablar, la desesperación creció cada vez más.

Y así nada más, todo se oscureció.

Abrí los ojos, encontrándome con una luz blanca cegadora. Volví a cerrarlos con fuerza mientras jadeaba levemente al sentir un dolor punzante en mi cabeza.

Mi espalda duele, gracias al colchón duro sobre el que estoy tumbada, pero eso no es nada en comparación a la opresión en el cuello. Tomé una bocanada de aire con desesperación, al mismo tiempo que llevaba mis manos a la zona. Me asusté al no sentir mi piel, en su lugar un plástico rígido rodeaba todo mi cuello ¿Acaso es un collarín?

Intenté hacer acopio de toda mi fuerza y levantarme, pero unas manos se posaron en mis hombros echándome hacia atrás con delicadeza.

Parpadeé varias veces, ajustándome a la luz de la salita.

—Tranquila, Margaret. Todo está bien. — dijo una voz que no reconocí. —Soy la doctora María Jones. Primero necesito que normalices tu respiración ¿De acuerdo?

Asentí, algo desubicada. Inhalando y exhalando profundamente, tal como ella me estaba indicando. Me tomé un segundo para detallarla; la doctora Jones es una mujer afroamericana que parece rozar los cuarenta años, el cabello oscuro lo lleva recogido en un moño, y usa unos lentes color rojos pequeños que me recordaron a una bibliotecaria.

Parpadeé otra vez. Un momento ¿Acaso ella dijo que es Doctora? Tomé aire nuevamente, recopilando información: Colchón duro, maquinas pitando, ese inconfundible aroma alcoholizado mezclado con desinfectante, el tremendo frío que hace. Sí, definitivamente estoy en un hospital.

—¿Me dices tu nombre completo?— preguntó, mientras hacía las evaluaciones médicas de rutina.

Sigo sin entender qué demonios está pasando.

—Meg...—ladeé la cabeza.—Margaret Fuller.

— ¿Segundo nombre?

—No tengo.

—Bien. — Sonrió levemente.—¿Fecha de nacimiento?

—Ocho de Junio del dos mil. — respondí. —Disculpe ¿Podría decirme qué estoy haciendo aquí? ¿Dónde están mis padres?

50 DíasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora