Día 42

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Algunas veces siento que el piano es como un imán y yo un metal. Una vez que nos encontramos, hay una gran fuerza de atracción que hace que nos juntemos. Y a partir de allí, es casi imposible que alguien pueda separarme de mi adorado instrumento.

Las notas musicales resuenan por toda la habitación. Mis manos se mueven con sincronización sobre las teclas con fuerza. El nombre de cada una de las notas sale a relucir; su duración, los matices, y la forma en que quiero tocar cada una de ellas.

Cada vez que toco el piano, un nuevo mundo se expande en mi cabeza. Es como si fuera parte de una tele-transportación; me voy hacia el lugar dónde vivía el compositor, y casi puedo vivir a través de él.

Una pieza puede decir muchas cosas, por lo que en algunos casos no es suficiente solo sentarse tocar.

Aunque sea difícil de creer, los músicos— algunos—suelen investigar primero sobre la pieza a ejecutar: quién la escribió, dónde, en qué situación se encontraba el compositor, qué quería expresar. Todo esa fase de investigación ayuda a ejecutar la pieza con éxito, de alguna forma, te pones en los zapatos del compositor.

Además de eso, me gusta dar mi toque personal. De lo contrario todas las interpretaciones serían iguales, y eso es aburrido.

Toqué el último acorde con fuerza. El sonido se prolongó, haciendo eco por toda mi habitación. Levanté las manos del piano. El sonido duró unos segundos más, hasta disiparse por el aire.

¿Pero, qué pasa cuando eres tú quién compone?

Es totalmente diferente ¡Es mágico! Y ahora me cuesta creer cómo no me atreví a probar esto antes. Supongo que es una cosa más que le agradeceré a Turner, porque nunca lo hubiera hecho sino fuera por él.

Esto es genial. Todavía no tengo la letra de la canción, pero he conseguido hacer unos cuantos arreglos a la melodía, y no es por presumir, pero suena mucho mejor.

¿Quién sabe? Tal vez algún día pueda componer una sinfonía. Ese ha sido un campo dominado por hombres durante siglos, ya es hora de darle un cambio.

Más tarde, decidí dar una vuelta para despejarme un poco. Me quedé con la resonancia de los acordes mientras caminaba. El cielo está radiante, las nubes se ven como algodones esponjosos, y un viento fresco sopla en compañía del sol.

Pasé frente a un Starbucks. No pude resistirme y entré: me situé en la fila para pedir un café helado con crema batida, mi favorito.

—Fuller, ¿eres tú?

Oh, esa irritante voz la conozco.

Entorné los ojos, preparándome para una conversación incómoda.

Me giré, encontrándome con Cassidy Cartwright. La pianista más orgullosa que conozco. Siempre hubo rivalidad entre nosotras; era cuestión de demostrar quién podía tocar mejor el piano en el conservatorio. Me sorprendí al verla con el cabello rizado suelto, por lo general suele llevarlo recogido. Se le ve muy bien, debo admitir.

No la veía desde el último recital, y me engañé a mí misma pensando que no volvería a hacerlo durante todo el verano.

—Hola, Cassidy. —saludé, fingiendo una sonrisa. Lo cierto es que ella no es mi persona favorita en el planeta.

La chica no dejaba de mirar el collarín con los ojos color café bien abiertos. Parecía no poder creerlo.

— Dios mío, Fuller. Luces como si te hubiera llevado un auto.

Hice una mueca.

— Casi. Tuve un accidente.

—Vaya, no lo sabía.

50 DíasWhere stories live. Discover now