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La chimenea crepitaba al fondo de la estancia, y podía quedarme mirándola años. El calor daba contra mi rostro, calentándolo y a veces, si me acercaba mucho, quemaba. Esa era la única manera de sentir que yo tenía en aquél infierno en el que vivíamos.

—Camila. —La mano de mi hermana movió mi hombro, y aquél día, era uno de tantos en el que yo estaba perdida después de todo lo que había ocurrido. —Gracias por la carne. —Acaricié su pelo cuando me abrazó, y miré a mis padres. Estábamos sentados en una mesa de madera agrietada, a veces pensaba que la madera estaba podrida, oscura, y además estaba coja, la sujetábamos con un trozo de madera que trajo mi padre.

—¿Dónde has conseguido la carne? —Mi madre había echado aquellos trozos de carne en el agua, con un cuarto de col.

—Mmh... —Pensé un poco mientras mi madre echaba una cucharada grande en cada cacillo metálico, donde a mí, por suerte, me había caído un trozo de búfalo y una hoja de col. —Me lo dio una señora en la Ciénaga.

—¿Quién?

—No lo sé. —Zanjé el tema.

Las noches eran más cortas frente a la chimenea, aunque el suelo estuviese frío y quisiese dormir, pero el calor era mucho mejor que el sueño. El sofá era un simple saco andrajoso de pulgas, así que era mejor no sentarse ahí. Quizás, quizás algún día podría comprar un sofá nuevo, pero ese simple pensamiento me hizo reír de lo ridículamente absurdo que era.

Me toqué la frente con los dedos, y aún me dolía un poco esta por la fuerza que había usado para presionar el arma contra mí. Mis manos aún temblaban, sin creerse que esta vez no hubiese tenido un castigo, y mis ojos se quemaban clavados en el fuego.

*

Las mañanas eran como si te bañases en un lago helado en plena noche, y es que el invierno estaba cerca. El chaquetón abrigaba, pero no lo suficiente, y sabía, en ese momento sabía, que alguna gente moriría de frío aquél día. No era difícil de adivinar que la nieve comenzaría a caer de un instante a otro, porque el frío estaba quemando mis mejillas hasta despellejarlas.

El silencio, los murmullos que nos rodeaban, súplicas y rezos que se unían en el silencio de las mañanas, dando lugar a un panorama aterrador, lúgubre, sin esperanzas.

El murmullo, aquél murmullo siniestro de rezos, se había convertido en un murmullo curioso, un murmullo en alto, y luego, en conversaciones y gente corriendo de un lado a otro, ¿qué estaba pasando? Entonces, el griterío. La muchedumbre se amontonaba en la puerta de la pastelería, donde un hombre sacaba a patadas a un chico.

—¡Fuera de aquí! —Le gritaba, mientras yo me hacía paso entre la gente, hasta llegar al muchacho. —¡Lleváoslo! —Gritaba el pastelero, Hegchick. Tenía una barba pelirroja, su nariz era una fresa puesta del revés, y sus ojos estaban de un azul incendiado por la rabia.

—Levanta. —Aquella chica le dio con la parte trasera de su arma en la cabeza al chico, que cayó de nuevo al suelo, mordiendo el polvo.

—¡Dejadlo! —Grité apartando a la gente. Era el hijo del herrero, Maddox. Sujeté el brazo del chico para levantarlo, pero entonces sentí el golpe de un arma en mi pómulo que me dejó de rodillas en el suelo, dolía. Mi rostro ardía y una punzada de dolor me recorrió la cara hasta la mandíbula.

Una mano me cogió como si fuese un saco de patatas, y me puso de pie. Era ella de nuevo. Con sus manos me apretó las muñecas, ni siquiera necesitó esposas porque yo no podía deshacerme de ellas. Sus manos estaban congeladas, al igual que su mirada.

Seguimos el camino de tierra hasta llegar a la Sede, pero antes de entrar, me empujó contra la pared y me apuntó con aquél arma en la garganta. El metal se frotaba con mi piel, y apretaba mi esófago. No podía respirar, me estaba ahogando por la presión que ejercía sobre mí, pero ella no tenía ninguna duda, iba a dispararme.

cielos de ceniza; camrenWhere stories live. Discover now