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Mi hermana pequeña, Sofi, aquella mañana no quería separarse de mí, y lo adoraba. Me decía que tenía hambre, y de momento, no podía darle ciervo porque estaba absolutamente congelado por la tormenta. Estaba sentada sobre mí en la mesa de la cocina, y yo acariciaba su pelo, negro azabache, liso y suave que se enredaba en mis dedos.

—¿Quieres venir conmigo a ver si compramos algo en la Ciénaga? —Asintió efusivamente saltando de mis piernas al suelo, y salimos de casa juntas.

Había medio metro de nieve, pero antes del amanecer, los soldados trazaron caminos entre la nieve quitando esta con palas. Sofi enganchó su manita con la mía, y caminamos, respirando el aire puro que dejaban las lluvias y las nevadas, aunque el cielo seguía siendo de ceniza.

Cruzamos las calles adoquinadas, húmedas, pisando con cuidado para evitar resbalones. El humo del horno de la pastelería subía hasta perderse en el cielo, y la gente parecía haber recuperado la normalidad después de aquellos días en los que nadie podía salir de casa. El traqueteo de los carros cargados con carbón y madera surgía a nuestro lado, y retiré a Sofi justo cuando íbamos a entrar en la Ciénaga. El olor nauseabundo y putrefacto volvía a inundarnos, y aunque para muchos era insoportable, nosotros estábamos ya acostumbrados.

Las señoras se mantenían detrás de sus puestos, llamando a la gente que fluía entre alimentos, armas, y prendas preciosas. Todos vendían allí lo que tenían o... Lo que podían.

—¿Podemos comer eso? —Miré a mi alrededor antes de nada y ahí estaba ella, justo en la esquina, en la misma postura de siempre.

—¿El qué? —Miré hacia donde señalaba su mano y vi perfectamente una manzana, roja, brillante, y parecía estar crujiente. —Perdone, ¿cuánto cuesta esa manzana?

—Tres oros. —Abrí los ojos al escucharla, ¿tres oros una manzana? Tenía dos, no me llegaba.

—¿Hay algo que cueste dos oros? —Negó, apoyando las manos en la tabla de madera que sostenían sus frutas.

—Nada, cielo. —Apreté la mano de Sofi que se había quedado cabizbaja, y me agaché para quedar a su altura, sosteniendo su rostro entre mis manos.

—Tengo hambre. —Me dijo la pequeña antes de que yo pudiese replicar algo. —Mucha. —Se puso las manitas en la tripa haciendo un leve puchero.

—Buscaré cómo darte algo, ¿vale? —Me levanté cogiéndola de la manita, y salí de la Ciénaga peor que como entré, hambrienta y desesperanzada.

*

La mañana del día siguiente, no fue mucho mejor que la del anterior. El ciervo no se tocaba hasta que llegase mi padre por la noche, mientras, Sofi y yo teníamos que buscarnos la vida cuando nuestros padres no estaban. Así, día tras día, y yo sin ningún trabajo que desempeñar. Porque 'era demasiado joven' a pesar de que sabía cómo ser herbolaria perfectamente, o porque 'no buscaban a nadie'.

Abrí la puerta de casa, y cuando miré el suelo, húmedo por la nieve derretida, vi una lata. Una simple lata, nada más. La cogí, y miré a los lados asegurándome de que no había nadie en la calle, intentando averiguar quién la había puesto allí, pero no había nadie.

¿Aquello era comida? ¿Comida de verdad, de la que venía en latas? Hace unos años mi padre trajo una a casa, venía desde los Caladeros con algo que llamaban 'mejillones'.

—¿Qué es eso? —Sofi corrió hacia mí, y dejé la lata en la mesa y la observamos unos segundos. Ella se subió a la silla de rodillas señalando el bote, sonriendo ampliamente.

cielos de ceniza; camrenWhere stories live. Discover now