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Los demás heridos no tenían heridas tan leves como Lauren. Algunos, se estaban debatiendo entre la vida y la muerte, y yo no podía hacer nada. Mis manos estaban manchadas de sangre de aquellas personas, y mientras todo pasaba rápido a mi alrededor, yo aún tenía que acostumbrarme a lo que acababa de ver.

—Eh, enana, ven aquí. —Escuché la voz de Beeck a mi espalda y me giré. Era demasiado grande para poder mirarlo de un solo vistazo, así que tuve que levantar la mirada. —Deberías comer algo.

—¿Comer? —Pregunté caminando con él, que pasó su brazo por encima de mis hombros mientras me guiaba por los pasillos de la Sede.

—Claro, has trabajado mucho esta mañana, ¿no crees? —No respondí porque si lo hacía, probablemente me pondría a llorar como una niña de cinco años. Me había ofrecido comer por mi trabajo, comer por curar a la gente.

Cuando entramos en el comedor, Beeck me soltó, y vi cómo todas las mesas estaban abarrotadas de soldados que no levantaban la cabeza del plato. Aquél día había sido duro, se notaba en el ambiente, en aquellas caras largas casi hundidas en los cacillos metálicos de comida.

Beeck me guio hacia unos expositores donde había comida, sirvieron en una bandeja de metal un guiso de salmón y calabaza y una taza de agua. Cuando me quise dar cuenta, Beeck se había ido, y yo buscaba un sitio donde sentarme. Estaba todo ocupado, hasta que la vi a ella sola en una mesa del final, comiendo sin inmutarse lo más mínimo. No conocía a nadie allí, así que me aventuré, y con pasos tímidos e indecisos llegué hasta Lauren.

No sabía qué decirle, y ella simplemente levantó la mirada de su bandeja y me miró fijamente.

—¿P—Puedo sentarme contigo? —Balbuceé sin más, y ella echó su bandeja a un lado, dejándome un sitio a mí en la mesa.

—¿Estás traumatizada después de lo que has visto? —Fruncí un poco el ceño, ladeando la cabeza sin saber muy bien a qué se refería.

—¿Por qué lo dices? —Lauren dirigió su mirada a mis manos, que temblaban como si lo hiciese a propósito, pero no.

—Tienes las uñas llenas de sangre. —Los cercos de alrededor de mis uñas estaban teñidos de un marrón rojizo, el color que tomaba la sangre al secarse. Rápidamente escondí las manos debajo de la mesa. —Gracias por... Ya sabes. —Señaló su hombro haciendo una mueca.

—No hay de qué. —Una de sus manos buscó las mías por debajo de la mesa, sacándolas de nuevo.

—Necesitas comer. —Cogió el vaso de metal y se lo llevó a los labios, dándole un sorbo mirando al frente.

—¿Puedo preguntarte algo? —Ella se quedó en silencio, así que lo tomé por un sí. —¿Por qué esos cabezas rojas nos atacan? —Lauren sonrió un poco, luego, dejó el vaso en la mesa y giró su rostro hacia mí con un gesto duro.

—Si quieres sobrevivir, deberías aprender un poco de historia. —Desencajó la mandíbula mirando el plato. —En 1917 Rusia comenzó una guerra civil, una revolución. El régimen comunista derrocó al Zar, que era como su rey. Duró hasta 1919 o 1920, no se sabe muy bien porque Rusia era un feudo, un territorio casi medieval al que pocos podían entrar para sacar información. En ese periodo, muchos emigraron a nuestro país con esperanzas de un futuro mejor, de dejar atrás aquél infierno, pero entonces llegó la Segunda Guerra Mundial y con ello, la Guerra Fría. Una pequeña parte de los rusos que vivían en nuestro país se radicalizó cuando el mundo se dividió en dos bandos, el de la Unión Soviética y el de los Estados Unidos. Ellos seguían siendo patriotas, y a muchos se les fue la cabeza. Empezaron a atentar contra nosotros, y pasó de una generación a otra, hasta llegar a hoy. Quieren destruir la Reserva sólo por venganza, somos el enemigo. —Se humedeció el labio inferior, tomando una cucharada de aquél estofado que estaba engullendo. —Come. —Me dijo al ver que yo observaba mi plato, pero no me atrevía a comer.

cielos de ceniza; camrenDonde viven las historias. Descúbrelo ahora