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Bea caminó hasta la habitación y se acostó a descansar. Leo se preguntó dónde dormiría, la cama era enorme, pero él no pensaba dormir al lado de ella. Buscó su guitarra y sin decir palabras salió al jardín, caminó hasta atrás y buscó el sitio donde Esme cultivaba las rosas.

El jardín trasero era grande y acogedor, un bello rosal se extendía entre caminos de piedras y en uno de los extremos una silla de hierro parecida a las que había en las plazas se perdía entre las plantas. Leo fue hasta allí y se sentó, colocó su guitarra sobre sus piernas y la afinó. De pronto, el viento suave de la noche hizo que el dulce aroma de las rosas inundara sus fosas nasales, el chico sonrió y de alguna manera experimentó una paz que hacía mucho tiempo no sentía.

Colocó sus dedos sobre las cuerdas de su guitarra y cerró los ojos dejándose llevar por los sonidos y los aromas, no tocaba nada en específico, un poco de cualquier melodía que en ese momento surcaba su alma. De pronto la presencia de alguien lo alertó, abrió los ojos y allí entre los rosales a solo unos pasos de él, estaba Esme, vestida en un camisón largo de color rosado y corazones rojos, el cabello suelto y las mejillas sonrojadas. Leo sonrió al verla en aquel atuendo y negó con la cabeza.

—¿Te pusiste el camisón de tu madre? —preguntó divertido. A Esme se le borró la sonrisa y miró hacia sus pies.

—Yo... es mío —afirmó sin saber qué decir.

—Es un poco anticuado, ¿no crees? —inquirió entre acordes suaves.

—Quizá, pero un short y una musculosa no se verían muy bonitos en mí —añadió.

—Tienes un buen punto —dijo Leo y la chica bajó la mirada avergonzada. Se volteó para regresar a su habitación, pero entonces Leo la llamó—. ¿Cantas?

—Sí —respondió Esme girándose a verlo—. En el coro de la iglesia.

—Oh... esas músicas aburridas no sé tocarlas —dijo el chico encogiéndose de hombros—. ¿A qué bajaste?

—A preguntar si necesitabas algo... como no estás durmiendo... pensé que... —Esme se silenció pues no supo qué más decir, sentía que con cada palabra se enterraba más—. Te vi desde allá, desde la habitación de Coti —dijo y señaló una ventana.

—No, solo necesito espacio —dijo Leo volviendo a su guitarra.

—Bien... entonces me voy... —añadió la chica girándose de nuevo.

—Una canción que no sea de la iglesia debes saber —dijo Leo y ella sonrió.

—Una de un dibujo animado... Bella y bestia son, ¿la sabes? —inquirió.

—Tú cántala y yo te sigo —dijo y entonces Esme se sentó a su lado en el banco.

Tomó un poco de aire y se puso a cantar aquella canción que desde muy pequeña le había llegado al corazón. Leo buscó los acordes en su guitarra mientras no sacaba la vista de aquella chica que parecía cantar como los mismísimos ángeles. La voz de Esme era aguda, con un timbre único que la hacía especial, la muchacha cerraba los ojos y se dejaba llevar por la melodía que parecía salirle del alma, su cabello caoba volaba al viento y sus mejillas parecían encenderse más con cada nota.

Ni tan bella ni tan bestia ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora