3) El vecino y su perro

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Cuando Peter se mudó a su nueva casa, lo que menos esperaba era un vecino misterioso y lleno de secretos. Sin embargo, eso fue lo que encontró.

Desempleado durante casi un año (afortunadamente no tenía esposa ni hijos que mantener, de lo contrario todos hubieran muerto de hambre), y con sus exiguos ahorros casi agotados, no tuvo más opción que aceptar un empleo de gobierno para dar clases en escuela del área rural. Su nuevo hogar (lo único que su salario mínimo le permitía pagar) era una casita de una sola planta y dos habitaciones: el dormitorio y otra que era a su vez cocina, comedor y que tendría que servir también de sala.

El camión de mudanza llegó a su nueva casa durante el crepúsculo de un viernes sombrío. Cuando terminó de desempacar sus pertenencias ya era noche cerrada y un titilante foco eléctrico llenaba de amarillenta luz la cocina-comedor.

Cuando salía al patio para tirar algunas bolsas plásticas al cubo de basura, un perro completamente negro, de regular tamaño, cruzaba la calle en dirección a la casa contigua. Un frío helado recorrió el cuerpo de Peter al mirar al animal. El perro en sí no tenía nada de particular, sin duda había miles de perros como aquel alrededor del mundo. Lo que hizo que una expresión de asco y horror velara el rostro de Peter fue la mano que el perro llevaba entre sus mandíbulas. Era una mano humana, cortada hasta la muñeca, de la cual caían hilillos de sangre.

Peter agitó la cabeza con brío, negándose a creer lo que sus ojos veían. Debía ser una visión causada por el cansancio y el estrés. Entrecerró los ojos y volvió a mirar al animal, que ya había llegado al patio de la casa vecina y se disponía a entrar por el ventanuco de la puerta hecho para las mascotas; ¡Sus ojos aún veían una mano humana entre las fauces del perro!

Durante el resto de la noche Peter no pudo dejar de pensar en lo que había visto. Trató de convencerse de que había sido una ilusión, o bien podía tratarse de una mano plástica. Sin embargo, esos hilillos de sangre...

Casi no pegó ojo esa noche. Producto del miedo enroscado en sus entrañas (o quizá no) oía en la casa vecina ruidos sordos, golpes de martillo, sierras eléctricas, quejidos leves, uno que otro grito ahogado e incluso risas estridentes y gélidas. Oía pasos alrededor de su casa, e incluso se atrevía a jurar que veía sombras de seres grotescos desfilando por su ventana.

En síntesis, no fue precisamente la mejor noche de su vida. Para colmo, lo primero que vio al salir de la casa fue al perro negro del vecino mirando fijamente hacia su casa. Su vecino, al que veía por primera vez, salía en aquellos momentos de un bosquecillo que había tras las dos casas (las últimas del poblado y bastante alejadas de la casa más cercana) y llevaba las manos y las ropas manchadas de sangre. Su vecino alzó un brazo y lo saludó mecánicamente. Peter, preguntándose de dónde provenía aquella sangre, respondió al saludo con gesto ausente.

Ese día había reunión escolar con los padres de familia. Peter, como nuevo miembro del cuerpo docente, fue presentado a todo el mundo. Peter estaba allí en cuerpo, más su mente vagaba en su vecino lleno de sangre y su perro negro.

Por la tarde uno de sus nuevos compañeros lo invitó a comer algo. Mientras comían, Peter le preguntó a su compañero maestro si conocía al señor que vivía en la casa contigua a la suya.

—¿Qué señor? —inquirió su interlocutor enarcando las cejas.

—No lo sé —dijo Peter—. El que vive a las afueras del pueblo junto a la casa que estoy alquilando, ¿tiene alguna carnicería o algo parecido?

—Que yo sepa esa casa está abandonada desde hace años.

Al principio Peter sonrió. Pero el semblante serio de su compañero maestro le hizo entender que no estaba bromeando.

Camino a su casa, Peter seguía pensando en el vecino y su perro. ¿Cómo era posible que muchas personas ignoraran que tenía vecino? Y es que después de la respuesta de su compañero de trabajo, Peter había quedado con más dudas que respuestas. De manera que había preguntado a habitantes de aquel pueblito si conocían a su vecino y a qué se dedicaba; las respuestas habían sido las mismas que la del profesor.

Regreso a casa, Peter tomó una decisión. No podía seguir así, pensando únicamente en el vecino y en las actividades que realizaba. Así que decidió hacerle una visita de cortesía al vecino.

Llamó a la puerta, no una, ni dos, sino que, hasta siete veces, pero nadie respondió. Lo que escuchó tras la séptima llamada fue un llanto lastimero; tenía que tratarse del perro del vecino, de quién más sino.

—¡Hola! —Volvió a llamar—. Hay alguien en casa.

No hubo respuesta.

Sin embargo, el llanto lastimero seguía oyéndose en el interior de la vivienda. Podía ser que el perro sufriera un accidente y necesitase ayuda. A lo mejor se había quedado atrapado en algún mueble.

—¡Vecino! ¿Se encuentra en casa? —Gritó—. Creo que su perro necesita ayuda.

Volvió a llamar otra vez, sin obtener respuesta de nuevo. El llanto del perro (porque Peter estaba completamente seguro de que se trataba del perro) aumentada su intensidad a cada segundo. Peter sentía que aquel chillido agudo le traspasaba el corazón. Era seguro que su vecino no estaba en casa y que el perro necesitaba ayuda. Si no lo ayudaba él, nadie lo haría. Además, así podría husmear un poco en la casa.

Se proponía forzar la puerta para entrar, pero no fue necesario, porque cuando Peter se disponía a coger la manecilla, ésta giró y la puerta se abrió de golpe. Al principio creyó que se trataba de su vecino, pero tras la puerta no había nadie. Un escalofrío gélido recorrió la columna de Peter.

Entró a la casa conteniendo la respiración, atento a cualquier señal de movimiento y con el corazón en un puño. Lo que vio lo dejó helado: sobre una mesa de rústica madera, cuatro jarros de vidrio transparente contenían lo que parecían ser vísceras, ¿humanas? No, no podía ser cierto, debían ser de algún animal.

Debo confesar que sí yo hubiese estado en el lugar de Peter, creo que me habría orinado en los pantalones, hubiese dado media vuelta y me habría alejado de aquella casa lo más rápido que mis piernas lo permitieran. Pero Peter no lo hizo, para él aquellas vísceras eran las de un animal; además, el llanto del perro se hacía más lastimero a cada instante y él se proponía ayudarlo.

Buscó al perro en toda la casa, pero no lo encontró, a pesar de que aquel llanto era igual de audible que antes. Lo que sí encontró fue manchas rojas en el piso y en las paredes, arañazos por doquier e incluso logró vislumbrar un dedo humano debajo de la cama. Sin embargo, Peter ya no consideraba aquello extraño o terrorífico, lo único que le importaba era rescatar al pobre perro.

Cuando empezaba a darse por vencido, encontró una puerta, una trampilla, que daba acceso al sótano, debajo de la mesa. Se metió al sótano y siguió el llanto del perro. De pronto, el llanto cesó. Sobre su cabeza se cerró la puertezuela por la que había entrado y una risa aguda y escalofriante resonó en las paredes. El miedo en su máxima expresión acogió a Peter como lo haría una madre con su bebé. Fue como si despertara de un letargo y las visiones de los últimos minutos empezaron a agolparse en su mente: vísceras en frascos de cristal, sangre por doquier, dedos debajo de la cama, arañazos en las paredes, puertas que se abrían y cerraban solas... Era como si aquello lo hubiese visto dormido y ahora comprendiera la cruda verdad.

Al pie de la escalera aparecieron dos figuras. Una tenía forma humana, pero no era un humano, su piel era rugosa y amarillenta y sus manos y pies tenían grandes garras. La otra era un cuadrúpedo de gran tamaño, negro como la noche sin luna llena, con los ojos como brazas ardientes y los colmillos y garras grandes y afiladas.

Peter sintió unlíquido caliente deslizándose en sus piernas cuando el vecino y su perroempezaron a avanzar hacia él. 

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