83) Camino solitario

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El lugar en el que nos hallábamos era un nacimiento de agua muy popular en aquella localidad. Nacía de entre las rocas de un precipicio formando una amplia laguna cristalina que a continuación se convertía en un arroyo de aguas zigzagueantes. Sin duda era un lugar precioso. Yo me divertía bañándome a ratos y bebiendo cerveza con los hermanos de mi novia y algunos amigos de ellos. Mientras, ella compartía tiempo con sus primas y amigas que hacía varios meses no veía. Era un día fresco y agradable, y ambos nos la estábamos pasando bien.

A eso de las tres de la tarde, Julie, mi novia, fue a decirme que debíamos marcharnos. Esa noche cenaríamos con sus padres, y quería ayudarles a preparar una rica cena. Pero yo me lo estaba pasando de lo lindo, y le pregunté si no había forma de quedarnos un rato más. Ella iba a decir que no, pero el hermano mayor de Julie intervino y le prometió que él me llevaría a casa más tarde. De modo que nos pusimos de acuerdo, no sin reticencias por parte de mi novia. Ella se llevó el auto y a unas primas y yo me iría más tarde con su hermano mayor en motocicleta.

—La cena es a las siete —sentenció antes de marcharse.

Mientras, me quedé dándome unos chapuzones más y tomándome otra cerveza. Mi intención no era emborracharme. No quería que los padres de Julie pensaran que era un borracho. Para la cena tendría que estar sobrio. Los que no pensaron en permanecer sobrios fueron mis futuros cuñados, que continuaron tomando hasta terminarse las cervezas que habían llevado, y cuando no hubo más, mandaron a un amigo a traer más al pueblo. Poco después estaban totalmente borrachos, y sin embargo querían seguir tomando. A mí me insistieron varias veces más, pero me negué en rotundo, siempre tocando la media luna que llevaba al cuello colgada de un cordón de lana que Julie me había regalado hacía dos meses.

El punto de todo este preámbulo es que cuando les dije a los hermanos de Julie que debíamos marcharnos, ellos se echaron a reír y me dijeron que de allí no se movían hasta el fin del mundo. Y todos sabemos lo difícil que es disuadir a un borracho. Sopesé otras posibilidades, pedirle a alguien más que me llevara, pero yo era un desconocido allí, y ellos para mí, así que tuve ciertos recelos. De modo que decidí regresar caminando. Eran las cinco de la tarde, la distancia hasta el poblado era de unos ocho kilómetros, podía recorrerla en una hora caminado a buen paso, así que eso me dispuse hacer.

El mayor de mis futuros cuñados, sospechando lo que iba hacer me detuvo. La esperanza destelló en mi interior, pues creí que diría que me iba a llevar, o que me dejaría llevarlo en su motocicleta, mejor dicho. Por nada del mundo me sentaría atrás de un borracho en una moto.

—Si piensas caminar, cuñadito, lo mejor será que tomes el atajo —dijo—. Está un poco más adelante, está descuidado y cubierto de monte, pero reducirás la distancia a casi la mitad.

Soltó una sonora carcajada y volvió a empinarse el envase de cerveza. Sentí la rabia aflorar, y tentado estuve de tirarme sobre su roja cara y rajársela a puñetazos. Pero yo era un desconocido allí, y no sabía que consecuencias podía acarrearme un arrebato de ese tipo. Tened en cuenta que yo me había quedado gracias a mi terquedad y a una oportuna intervención de él; tenía todo el derecho del mundo a sentirme ultrajado, y si encima de todo eso se burlaba... Bueno, por lo menos me comporté de forma civilizada y me marché sin decir palabra.

Ojalá también pudiera decir que no tomé el atajo.

Porque han de saber que sí existía tal atajo. Al principio creí que se trataba de una broma del hermano de mi novia, pero cuando vi un estrecho camino semioculto entre la fronda supe que decía la verdad. Era un camino estrecho, de esos en los que sólo puede pasar un vehículo. Las líneas donde antes pasaban las ruedas de los autos tenían el monte más pequeño, mientras que en el centro alcazaba mi cintura, y a los lados tenía tamaño irregular, casi un bosquecillo.

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