36) El ente del pantano (III)

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Tal cual había pensado Mario, la lluvia en cuestión de minutos se convirtió en tormenta. Pronto estuvo empapado hasta los huesos, y el frío y el cansancio empezaron a acosarlo ferozmente. Bajo sus pies, el suelo fangoso del Pantano fue endureciéndose a medida que cedía paso a la Llanura, pero ni siquiera éste estaba del todo firme, la torrencial lluvia lo había vuelto lodo resbaladizo y las caídas a causa de un desliz eran más posibles que nunca. Arriba el cielo bramaba ensordecedoramente y los relámpagos y los rayos hendían la negrura como garras de luz que rasgaban el manto oscuro de la noche.

Sobre los hombros de Mario, el cuerpo rígido de Marcio parecía hacerse más pesado a medida que transcurrían los minutos y las horas. Mario no prestó mayor atención al asunto, estaba agotado y aterido, era lógico que conforme el cansancio hacía presa de él, el cuerpo de su progenitor le pareciese más y más pesado. En aquellos momentos estaba centrado en una sola cosa: Salir de la Llanura y llevar a su padre al hospital. El pecho de su padre iba recostado sobre su cabeza, de modo que percibía de forma débil el lento y acompasado latir de su corazón. Saber que aún estaba con vida era suficiente aliciente para olvidarse de todo lo demás y centrarse en dar un paso tras otro, sin importar cuán ímprobo resultara cada uno.

Si Mario se hubiese detenido unos segundos para observar a su padre, si tan sólo se hubiera tomado la molestia de revisar los brazos que pendían cerca de su rostro, se habría percatado que el aumento de peso que percibía sobre sus hombros no era sólo debido al cansancio, también habría reparado en que su padre estaba sufriendo una monstruosa metamorfosis.

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Sandra era una cuarentona que se vanagloriaba de no haber engordado de forma tan alarmante como sus vecinas; entre quienes destacaba Juana, la mujer de Don Tomás, de quien se rumoreaba que pesaba alrededor de doscientos kilos. Los setenta y cinco kilos que pesaba Sandra, eran a su parecer, el peso ideal a su tamaño y presencia. Aquella noche, con el agua calándole hasta el alma, los mechones de negros cabellos pegándose a su rostro, y jadeando como si hiperventilase, empezó a darse cuenta que había estado equivocada: estaba gorda, aquella marcha nocturna se lo estaba demostrando.

Llevaba horas caminando, aunque si alguien se lo hubiese preguntado, habría respondido que en realidad llevaba días. Estaba agotada, congelada, el paraguas hacía ratos que se lo había desarbolado la intensa lluvia y los huracanados vientos; aquella maldita tormenta simplemente no parecía tener fin. Pero todo eso no era nada comparado al intenso miedo que le atenazaba las entrañas, como si una serpiente se le enroscara en el vientre.

Su marido había salido la mañana del día anterior y aún no había regresado. Su hijo había salido a buscarlo esa tarde, y tampoco había regresado. Ya no amaba a su marido, pero le tenía mucho cariño, en términos generales era un buen esposo, temía que le hubiese sucedido algo malo. Para sus adentros se decía que la pérdida de su esposo sería algo que le dolería, pero sin duda se repondría en poco tiempo. Pero su hijo... la sola idea era insoportable, inconcebible. Su hijo tenía que estar bien. Ambos debían estar bien.

La noche negra se cernía sobre Sandra como una mortaja, oscura, fría, escalofriante. El aguacero era torrencial y había convertido la llanura en una zona fangosa con miles de arroyuelos que le lamían los pies como lenguas de serpiente. El viento fuerte y racheado la mecía, pese a su robusta figura, como a un gallardete y a veces parecía que la levantaría en vilo y la haría naufragar en los cielos. Y los truenos, los truenos eran ensordecedores, como el alarido de un dios furioso dirigido a sus más rebeldes súbditos.

Hacía ratos que había dejado de gritar el nombre de su hijo o su esposo, sabía que era inútil, aun cuando usara su voz de matrona enojada, ésta no llegaba más allá de unos cuantos metros, cuando no era acallada completamente por los atronadores truenos. La luz de su lámpara de mano parecía hacerse más débil a medida que la noche transcurría, de modo que para avanzar y escudriñar su entorno tenía que valerse de los constantes relámpagos que hendían el cielo.

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