88) Muerte en el bar

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El local era un lugar sucio, apenas limpio sólo a primeras horas de la mañana cuando el propietario hacía un amago de limpieza, pero en cuanto llegaba el primer parroquiano todo volvía a estar sucio. Era un sitio muy concurrido. Pero nadie que se considerase decente visitaría aquél bar. Era de madera, vieja y astillada, y el piso de tierra apisonada. La madera sólo alcanzaba una altura de metro y medio, completaba el último trecho hasta el techo una malla metálica. Las láminas del techo estaban oxidadas y cuando llovía había que distribuir algunos cubos en el piso para recibir el agua de las goteras. Sin embargo, la gente seguía llegando. Algunos decían que, porque era un sitio tranquilo, y la verdad es que las más de las veces sí lo era, pero había ocasiones... Otros decían que, al estar el local a más de una cuadra de la última casa del pueblo, podían emborracharse sin que nadie los señalase, cómo si la gente no supiera ya quiénes eran sin necesidad de señalarlos.

Lo cierto es que el bar, con más aspecto de chiquero que de bar, era visitado por la gente de más baja calaña del pueblo, por los borrachos empedernidos, y por todo aquel que no tuviese en consideración su decencia. Las noches, especialmente de viernes a sábado, eran una barahúnda conformada por gritos, charlas subidas de tono, y muy a menudo, por el ruido de un envase al romperse contra la cabeza de alguno de los parroquianos.

Esa era otra cosa por la que alguien que se preciase no visitaba aquél bar: las peleas. Los pleitos entre borrachos eran cosa de todos los días, las caricias de una puta, el móvil más común. No había semana en que alguien no resultara seriamente herido, y no pasaba un mes sin que alguien muriera. Visitar ese sitio reducía considerablemente la esperanza de vida. Sin embargo, la gente seguía yendo. Cuando alguien moría había alguien que tomaba su lugar. Se rumoreaba que estaba embrujado ¿por qué sino la gente seguiría yendo? Pero si preguntabas a alguno de sus clientes te dirían que iban porque no temían a la muerte.

Pero no hay mal que dure cien años, como bien dice el refrán.

Era otro sábado normal en el sucio bar. Una media luna plateaba colgaba del cielo y un manto de un millar de estrellas la rodeaba. De vez en cuando una nube pasajera la cubría, pero siempre era por escasos minutos. Era una noche hermosa. Pero no en el interior del bar, donde la algarabía alcanzaba su punto álgido.

El pobre Dylan ocupaba una mesa, en el rincón más cercano a la puerta de entrada, sentado en un banco y la espalda apoyada en la vieja pared de madera. El envase de cerveza estaba medio vacío y, cosa extraña, Dylan estaba asqueado, dudaba ser capaz de terminarse el líquido que quedaba. Pero tenía que hacerlo, por algo la había comprado. Dio un trago, que le supo amargo, escupió y dio una chupada a la rodaja de limón que tenía en un platillo de plástico.

En la puerta del fondo vio a Henry salir con Mariela, una puta bajita y con marcas de acné en el rostro; sin duda iban a los cuchitriles de atrás a hacer las cosas por las que las prostitutas se ganan la vida. En la mesa contigua a la de Dylan había tres hombres en estado avanzado de ebriedad, que hablaban de las grandes cosas que planeaban hacer en el futuro, pero que se sabía nunca iban a llevar a cabo. Más allá, un tipo con sombrero y botas de suela, y un arma oculta en el pantalón, pero que se notaba a través de la camisa, charlaba animadamente con una prostituta mientras que por debajo de la mesa le acariciaba las piernas. Pero desde luego no eran los únicos presentes. En el mostrador había cinco tipos, todos conocidos de Dylan, que bebían a la vez que charlaban-discutían con el orondo propietario del local. Otro sujeto marcaba música en la rockola, y por la forma que se sujetaba de ésta, era seguro que estaba hasta los topes de alcohol. En otra mesa, unos jovencitos, ninguno de los cuales pasaría de diecisiete años, inhalaban cocaína. Había dos gay en otra mesa, que charlaban entre sí y que de vez en cuando lanzaban miradas lascivas a alguna de las presencias masculinas; Dylan se percató que miraban demasiado a menudo al rincón en el que se encontraba.

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