114) La maldición de los perros

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Atilio odiaba a los perros. Y éstos a Atilio. En el hombro y los muslos tenía sendas cicatrices de las mordidas que uno de esos monstruos le ocasionó hacía tiempo, en su lejana infancia. Desde ese entonces les tenía miedo. Sin embargo, los malditos canes parecían haberla cogido con él. Los malos ratos que le habían hecho pasar a lo largo de su vida se contaban por decenas y cientos. También podría pasar por simple mala suerte, o por distracciones suyas, aunque era innegable que los perros siempre estaban allí para mortificarlo. De niño y joven les tuvo miedo; ahora sólo sentía odio.

Los perros lo habían derribado en muchas ocasiones, ya fuera en el parque, en la calle, en su propio patio (aunque Atilio nunca tuvo uno de esos animales del diablo), provocando el delirio de quienes lo miraban; y no pocas veces los monstruos lo hicieron correr para salvar la piel. Que Atilio supiera, ninguno de sus antepasados tenía sangre felina, como para justificar la aversión que despertaba en los canes. Con todo, lo peor fue lo de su niñez, cuando habían estado a punto de matarlo. Muy de vez en cuando aún tenía pesadillas, en estas soñaba con hocicos gigantescos, plagados de dientes y baba espesa y fétida. Casi siempre despertaba transpirando e hiperventilando.

La última jugarreta del destino (o de la maldición de los perros, como Atilio había osado llamarle) fue una perra sin dueño que le ladraba sin parar a la vez que le enseñaba los colmillos cuando él hacía el recorrido del estrecho camino de tierra que unía su casa con el pueblo. No sabía de dónde había salido, quizá ni siquiera había una respuesta para eso. Lo único cierto era que el maldito animal no lo dejaba en paz y en varias ocasiones trató de morderle la pierna mientras se conducía en su bicicleta.

Además de vivir en la vieja casa de sus difuntos padres, la misma donde unos perros casi lo matan, ahora tenía que andarse con cuidado en su propio caminito. Era algo que Atilio no estaba dispuesto a permitir. Pero hasta la fecha, una semana después de la repentina aparición de la perra en el camino, el maldito animal le había esquivado. Le ladraba de forma amenazadora y había intentado morderle, pero en cuanto Atilio le hacía frente, emprendía la fuga. Incluso probó a darle comida envenenada, pero el astuto animal se había negado a comer. A Atilio le pareció que el comportamiento del monstruo ese era demasiado atípico, casi parecía inteligente.

Una tarde, mientras regresaba a casa de su trabajo, la perra salió a su encuentro, como siempre; gruñendo, ladrando, los ojos vidriosos, la baba escurriendo de su boca. Atilio había tenido un buen día, principalmente porque consiguió reunir el dinero de la pensión que debía a mandar a su ex esposa por Kharina, su hija de cinco años; pero allí estaba la maldita perra, para arruinarle su tarde. Ya estaba harto. Atilio se bajó de la bicicleta, cogió un madero de aspecto contundente y se abalanzó sobre la fiera.

El animal se internó en el monte del lado derecho, siempre ladrando y gruñendo. Atilio iba ir tras la perra, pero algo lo detuvo; creía percibir otro ruido aparte del gruñir del monstruo. Sí, lo oía: débiles quejidos y ladridos. ¡Claro! Por eso le colgaban las tetas a la perra. ¡Por allí tenía su camada de recién nacidos! Atilio se internó en la maleza, en el lado contrario al que había cogido la perra. Ésta intensificó sus ladridos y al poco estaba aullando, desesperada.

Los encontró ocultos en el hueco de un tronco viejo. Eran cinco. Eran adorables. Decidió que el siguiente día les llevaría un regalo. Sonrió para sí. Ignoró a la madre que había regresado, que seguía gruñendo y lanzando dentelladas y se fue a casa. «Mañana. Mañana», se repitió mentalmente

*****

Antes de ir al trabajo preparó la leche. Sonreía encantando. Seguro los cachorritos no habían desayunado como lo harían esa mañana. Por alguna razón eso lo hizo pensar en su hija. Atilio la amaba más que nada en el mundo, pero la madre no había podido con las privaciones económicas y al final lo abandonó por un mecánico del pueblo vecino. ¡Sólo porque tenía su propio taller! Antes de coger camino, reunió el dinero de la pensión y lo guardó en la mochila, para depositarlo más tarde en el banco.

Les dio la leche a los cachorros en un cuenco de plástico. Casi sintió lástima cuando, ávidos, empezaron a lamer. La perra, como si supiera lo que Atilio hacía, intentó en serio alcanzarlo con sus dientes, pero Atilio la mantuvo a distancia. Cuando comprendió que los cachorros habían bebido lo suficiente, reemprendió la marcha. Cosa rara, no sentía la satisfacción que pensó iba a sentir tras realizar aquel acto. Qué era, ¿culpa?

*****

Por la tarde se sentía apesadumbrado, y ya sabía por qué. Se detuvo cerca de donde estaban los cachorros. La perra no salió a su encuentro como los días anteriores. Atilio sabía que eso significaba que había tenido éxito. Encontró muertos a los cinco perritos. Por alguna razón se sintió el peor ser en el mundo. ¡Pero si se suponía que los odiaba! No tenía por qué sentir lástima. Pero la sentía, y se detestó por lo que había hecho.

La madre estaba junto a los cachorros. Estaba viva, aunque moribunda. Al final había bebido de la leche envenenada. Era una perra muy lista. Atilio estaba seguro que el animal sabía que la leche tenía veneno, lo que significaba que la había bebido a consciencia. Atilio sintió un escalofrío y evitó mirar a la moribunda madre a los ojos.

―Mañana ya todo habrá pasado ―dijo, en parte para él, en parte para la perra.

*****

Esa noche empezaron los aullidos y las pesadillas. Soñaba con perros que lo perseguían y lo hacían pedazos. Otras veces era él quien daba caza a los canes, y cómo reía cuando capturaba uno. Las pesadillas eran soportables, incluso comunes. Lo que en definitiva no era común eran los aullidos. Durante las noches los perros aullaban, lastimeramente las más de las veces. Pero ¿qué perros? El vecino más próximo de Atilio vivía a un kilómetro, y ni siquiera estaba seguro si tenían perros. Sin embargo, allí estaban los aullidos, todas las noches, rodeando la casa, haciendo más reales las pesadillas, haciéndolo temblar de miedo, arrepentido de haber servido la leche envenenada.

Aquello duró muchos días. Días en los que casi no dormía; cuando lo hacía era para sumergirse en pesadillas plagadas de perros. Pensó que se estaba volviendo loco, pero, cuando le preguntaron cuántos perros tenía ya que los aullidos se oían hasta el pueblo, se convenció de que todo era real. Los malditos perros se la estaban cobrando.

Esa noche se fue a la cama pensando en qué era lo que iba a hacer. La maldición de los perros era real, decidió. Matar a los cachorritos y su madre había sido un error, ahora sí que la habían cogido contra él. Pero no se le ocurrió ninguna solución. Quizá si probaba pasar la noche en otro lado, como un hotel, los aullidos le dejaran dormir. ¿Los aullidos?

Con una creciente inquietud se dio cuenta de que ya eran más de las once de la noche y los aullidos no hendían la noche con su lastimera nota. ¿Es que lo dejaban en paz? ¿Es que ya se habían cobrado el precio de sus muertos? Ojalá fuera así. Pero Atilio creía que no. Es más, sentía más temor esa noche silenciosa que las otras veces.

Inquieto dio vueltas en la pequeña casa. Se asomó a la ventana para ver si afuera había algo; nada. Buscó la linterna y decidió salir a echar un vistazo. Se hallaba demasiado inquieto y preocupado. Aquel silencio, después de lo de las otras noches, se le antojaba sospechoso.

Abrió la puerta. Frente a esta estaba la perra, la misma que días atrás había matado. Sus dientes rezumaban sangre. Lanzó un gruñido, una dentellada al aire, se dio media vuelta y se marchó. Atilio solo vio un animal, pero el ruido que hizo al echarse a correr fue como de mil.

A la mañana siguiente le llamó su ex esposa, lloraba a mares. Le dijo que su hija murió la pasada noche presa de una jauría de perros. Atilio se sintió desfallecer.

La sangre en el hocico. ¡Era la sangre de suhijita!     

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