139) La pintura

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 Tras el almuerzo, Roberto regresó a la oficina con cara de satisfacción. Había comido rico y se sentía con muchas energías para emprender el resto de la jornada laboral. Saludó a la recepcionista con la mano y se fue a su cubículo de trabajo.

El paquete estaba sobre el escritorio. Era cuadrado, de unos cuarenta centímetros, cubierto de papel para embalar. Roberto lo cogió, pensativo, y le dio vuelta entre las manos. No tenía remitente y era pesado. Tras tocar los bordes y el panel, llegó a la conclusión de que se trataba de un marco; posiblemente era una pintura. Fue a la recepción a preguntar.

―Elsa, ¿quién llevó un paquete a mi oficina? ―le preguntó a la muchacha.

―¿Un paquete?

―Parece ser un cuadro, aunque aún está empaquetado.

―Nadie ha preguntado por usted, señor Roberto, ni ha dejado nada a su nombre. Debe ser de alguien de la oficina ―dijo la recepcionista.

―Gracias, Elsa.

Regresó a la oficina muy intrigado. ¿Quién le había mandado el paquete? ¿Alguien de la oficina? Quizá el repartidor se había equivocado de cubil. ¿Entonces por qué no tenía remitente? Lo tomó de nuevo entre las manos y sintió una especie de morbo que lo llevaba a averiguar su contenido. Se decidió a abrirlo. Después de todo, si estaba sobre su escritorio es que era para él.

Trató de quitar las cintas de tape sellador para volver a envolverlo en caso de que no fuera para él, pero este se llevaba trozos de papel, dejando una clara evidencia. Descubrió con sorpresa que las manos le temblaban levemente y que estaba excitado. Algo le hacía sentir que lo que fuera que había allí dentro, podía no ser agradable. Y precisamente por eso quería averiguar el contenido del paquete.

Al final, perdió la paciencia y dio un desgarrón al papel del embalaje y liberó el cuadro de su empaque. En efecto, parecía que se trataba de una pintura. Los bordes eran de madera desvaída y el cristal estaba sucio, como si le hubiese caído una sustancia pegajosa y el polvo se hubiera adherido. Aun así, era posible vislumbrar algo de la pintura de abajo. Parecía una mujer desnuda.

Roberto sonrió con pesar. Sin duda era una broma de sus compañeros. Él se había casado dos años atrás, y amaba con fervor a su esposa. Sus amigos bromeaban sobre si le sería infiel, o cuánto tardaría en serlo, pero él les replicaba que estaba muy feliz así y no necesitaba poner en riesgo la felicidad de su vida por un rato de ardor sexual. Sin duda aquél era un cuadro de una mujer desnuda, para mostrarle lo que se estaba perdiendo. Aunque no entendía por qué estaba tan sucio.

En uno de los cajones inferiores guardaba algunos trapos y unos frascos de líquido para limpiar madera (Roberto era un hombre muy pulcro), así que se decidió limpiar para echar un vistazo a la pintura. No porque quisiera deleitar sus ojos, sino que, a pesar de lo que pensaba, intuía que allí abajo había algo más.

Extrajo un trapo y roció con el spray la superficie del vidrio. Empezó a limpiar desde una de las esquinas. Primero descubrió las piernas hasta la altura de la rodilla. Apartó el trapo para echar un vistazo. Una punzada de nerviosismo y miedo lo pinchó de golpe. Alrededor de los tobillos había sangre. Roberto empezó a limpiar con más brío y prisa.

A medida que el vidrio iba quedando limpio, lo que se presentaba a la vista era todo, menos una imagen agradable. Era una mujer desnuda, tendida de espaldas, las manos hacia arriba y las piernas entre abiertas; toda ella descansando en un charco de sangre. Tenía cortes en varias partes del cuerpo. La única mancha que no había cedido era la del rostro.

Roberto se descubrió nervioso y jadeante, muy asustado. Quería pensar que todo era un mal chiste de su mente, pero ese lunar en la cadera... Echó más spray en la mancha que no salía y frotó con fuerza, casi con furia...

El cuadro escapó de sus manos temblorosas y cayó al piso, quebrándose al contacto. Se quebró el vidrio, no así el lienzo que contenía a la mujer muerta... su mujer. El rostro que descubrió al quitar la mancha era el de su adorada mujer; tenía una mueca de terror y una línea de sangre le recorría la garganta. No hallaba ninguna explicación coherente, sólo sabía que tenía mucho miedo.

Salió de su oficina casi corriendo.

―Si preguntan por mí, diles que salí por una emergencia ―gritó a la recepcionista, mientras pasaba como un relámpago frente a esta.

Llegó a su casa en un tiempo récord. Abrió la puerta con manos temblorosas mientras gritaba el nombre de su esposa. No recibió ninguna respuesta. Lo que consiguió que su miedo se convirtiera en el más absoluto pánico.

No tuvo que buscar demasiado. Ella estaba sobre la alfombra de la sala. El cuadro que llegó a su oficina era una réplica exacta de la horrorosa imagen que tenía frente a él.

¡Su esposa! ¡Su adorada esposa estaba muerta!

Cuentos de terror ✔Where stories live. Discover now