102) El sobreviviente de un derrumbe

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Gritos. Piedras cayendo. Sonidos metálicos de las herramientas que caen. Madera que se astilla. El aterrador crujido de algún hueso que se rompe como cualquier madero. Gritos de nuevo. Toda una cacofonía de ruidos aterradores. Pero más aterrador que los gritos: el miedo y el dolor. Y la oscuridad, y la perdida de la orientación. Arriba, era el único punto discernible, por los escombros que caían. Después solo recordaba dolor y oscuridad, oscuridad y dolor...

Y entonces despertó en un rellano de la montaña. La cabeza le dolía, con un dolor punzante, que desaparecía un segundo para aparecer al siguiente, si cabe, más doloroso que la vez anterior. Al principio no veía nada, solo opacidad, y más allá, como un horizonte, una luz clarísima que se antojaba inalcanzable. Y su cuerpo, su cuerpo se le antojaba un bulto amorfo. De alguna manera lo sentía allí, pero no conseguía que respondiera a sus órdenes.

«Estoy muriendo ―pensó―. O quizá ya lo esté.»

Se dio cuenta que no había forma de hacer que su cuerpo respondiera, así que dejó de intentarlo. Sólo se quedó allí, tendido, procurando dormir. Seguramente ya no despertaría. Mejor. Para qué querría vivir si su cuerpo no hacía lo que su cerebro mandaba.

Gritos. Piedras cayendo. Sonidos metálicos de las herramientas que caen. Madera que se astilla. El aterrador crujido de algún hueso que se rompe como cualquier madero. Gritos de nuevo. Toda una cacofonía de ruidos aterradores. Pero más aterrador que los gritos: el miedo y el dolor.

Dolor. Dolor. Un dolor agudo y punzante, que le recorre el cuerpo como una corriente, encontrando su punto culminante en la cabeza. Un dolor que lo devuelve a la actualidad.

Entreabre los ojos y descubre aliviado que ya puede ver. La luz es cegadora y tiene que achinar la vista para acostumbrarse a la claridad. El dolor sin embargo sigue allí, quizá más fuerte que antes. Piensa que seguramente no puede moverse, pero se mueve, las piernas le responden, cansadas, doloridas, pero tienen movimiento. Le dan ganas de llorar, de gritar de júbilo. No todo está perdido. El derrumbe aquél no pudo con él.

Con un sobrehumano esfuerzo se puso a gatas, y después, aún más trabajosamente, de pie. El cansancio y el dolor parecen ser tan de él como su alma. «No es para menos ―se dice―, me cayeron cientos de toneladas de escombros.»

«¡Es cierto! ¡El derrumbe! ¿Dónde estoy?»

Estaba fuera de la montaña. En un rellano. ¿Pero cómo era posible? Los soportes de madera que sostenían los túneles y galerías practicados en la montaña se habían quebrado; primero unos, luego los demás, en un efecto dominó. Todo se había vuelto un caos. Las antorchas cayeron, se apagaron, la oscuridad los envolvió, a él, a sus amigos, a sus empleados. Una catástrofe. Pero tal parecía que había salvado la vida; aunque su economía se resentiría como nunca, probablemente ya era pobre.

¿Pero cómo era posible que estuviera fuera? Cierto, se sentía medio muerto y amodorrado, pero estaba vivo y fuera. Según recordaba, había estado en una galería casi en el centro mismo de la montaña, muy lejos del exterior. Tenía que ser un escogido para hallarse fuera y salvado de semejante catástrofe.

Curioso se dedicó a buscar algún túnel cercano. Quizá había escapado por uno y ya no lo recordaba. Cada paso era una tortura. De modo que anduvo con pies de plomo, escudriñando, aguzando la vista. Un buen rato después, en el que apenas había examinado un corto trecho, se dio por vencido. No había ninguna salida por allí, ni ningún rastro que delatara el rumbo por el que había llegado. Era muy extraño. Incluso sintió miedo. Pero se sobrepuso a tales tonterías. Lo importante en esos momentos era ir a casa y que lo revisara un médico. Y gestionar para sacar los hombres que habían quedado enterrados. Y pagar las indemnizaciones a las llorosas madres y viudas. ¡Maldición! Justo cuando empezaban a llegar a unas vetas cuajadas de rubíes. Justo cuando iba hacerse inmensamente rico. «Tendría que haber hecho todo con más calma ―se reprendió―. Tendría que haber contratado profesionales para la planificación de los túneles y de las estructuras que les darían soporte». Pero bueno, ya de nada servía lamentarse. Había aprendido a no preocuparse por aquello que no tenía solución. Ahora solo restaba arreglar aquel maldito desastre, averiguar con cuánto capital contaba, y volver a por la montaña, esta vez de manera más concienzuda.

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