116) El carroñero

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La casa estaba silenciosa. Las puertas y las ventanas cerradas, con las cortinas corridas. Lo de las cortinas fue lo que más le llamó la atención, lo que más miedo le provocó; Ariel acostumbraba tenerlas recogidas.

Ariel se había mudado a aquella casa apenas un mes atrás, y Raymundo había ido casi todas las noches a jugar videojuegos y tomar cerveza. Ariel estaba feliz con su recién adquirida independencia. Tenía un trabajo estable y había dicho que estaba harto de las estúpidas reglas de sus padres. De manera que había alquilado aquella casa, bastante grande pese a lo bajo de la renta.

Hacía dos días que Raymundo no recibía ningún mensaje de su amigo, lo cual no dejaba de ser raro. Más aun, considerando que sólo muy de vez en cuando a su amigo se le olvidaba comunicarle qué haría durante la noche. Excepto cuando cogía una borrachera tempranera; en esas ocasiones no se acordaba de nadie.

Raymundo llamó al celular de Ariel. El móvil estaba apagado. Así que fue a la puerta y llamó con los nudillos.

―Ariel, ¿estás en casa?

No hubo respuesta. De dentro sólo provenía silencio. Silencio y un hedor rancio, apenas perceptible.

―Ariel ―llamó más fuerte―. Soy Ray, ¿por qué no has llamado?

Ni una llamada ni un mensaje. La primera noche lo dejó pasar. Quizá su amigo había llevado una chica por primera vez a su nueva casa. Por la mañana Raymundo le había escrito por WhatsApp; hasta ese momento sus mensajes sólo aparecían como enviados. Por la tarde le estuvo llamando, y también durante la noche. Pero las llamadas iban a dar a un teléfono apagado. Esa misma mañana había telefoneado a su trabajo, preguntando por él.

―Ariel no se presentó ni ayer ni hoy al trabajo ―le dijo la muchacha que atendió la llamada―. ¿Es usted su pariente?

―Amigo ―respondió Raymundo, que sentía la preocupación crecer en su interior.

―Pues si lo ve dígale que haga el favor de presentarse lo antes posible. El jefe está que lo quiere matar.

«De todas formas quizá esté muerto», fue el ominoso y fugaz pensamiento que atravesó la cabeza de Raymundo.

―Yo le digo. Gracias.

También telefoneó a la madre.

―Ese desagradecido hace quince días que no me llama ―fue la agria respuesta de la progenitora de Ariel―. Cuando lo veas dile que se acuerde que tiene madre. Que no olvide quién lo parió, quién lo educó, quién...

―Sí, le diré ―le atajó Raymundo. Sino, la señora pasaría la siguiente hora desglosando todo lo que había hecho por su hijo y lo mal agradecido que era este―. Que tenga buen día, señora.

Raymundo no telefoneó a nadie más. Fue directamente a la casa de Ariel. Y allí estaba. Pero por el silencio, por las puertas cerradas, por una extraña opresión que lo acongojaba, presentía que allí tampoco iba encontrar a su amigo.

«Si no está aquí, ¿entonces dónde?», se preguntó.

Volvió a llamar a la puerta, más rápido, más fuerte, más desesperado. Giró la cerradura y empujó, pero estaba cerrada con llave. Le hizo fuerza con los hombros, pero la puerta siguió en su sitio.

―¡Hey! ¿Qué hace? ―La voz lo hizo girarse rápido, asustado.

Una muchacha lo observaba desde la cerca de la casa vecina. En una de sus manos sostenía una regadera de metal, la otra la apoyaba en uno de los barandales. Su mirada era acusadora.

Cuentos de terror ✔Where stories live. Discover now