84) Hotel de carretera

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Yo no creo en la suerte; a lo sumo en las casualidades. Yo creo que todos tenemos lo que merecemos, o lo que de una u otra manera nos hemos buscado. La buena o mala suerte son para mí conceptos carentes de significado, excusas que la gente fracasada inventa para justificar el éxito ajeno y el fracaso propio. Y cuando se es víctima de alguna calamidad que es imposible hayamos buscado o merezcamos, entonces pienso que son casualidades. De manera que lo que me ocurrió esa noche bien podría calificarlo de casualidad: casualmente el motor de mi coche se averió a mitad de la nada; casualmente había un hotel un poco más adelante; casualmente era un hotel f... No, creo que me estoy adelantando. Ya dije, podría calificar esa noche como una nefasta casualidad, pero por una vez estoy convencido que esa noche tuve mala suerte, o quizá algo más.

El motor del coche empezó a emitir un ruido nada propio de él. Más adelante dejó escapar las primeras volutas de humo. Frené de golpe y me bajé a revisarlo; como solemos hacerlo aquellos que no sabemos de un coche más que su precio, marca y cómo manejarlo. Como era de esperar, no supe qué hacer. Pensé en seguir conduciendo hasta llegar al siguiente poblado, pero tenía miedo de estropearlo definitivamente. No hallaba qué hacer. Y estaba demasiado lejos de casa para pedir ayuda a alguien. En ningún momento se me ocurrió maldecir mi suerte. A todos se nos estropean los coches. A mí me había tocado en mal lugar, nada más.

Pero aún faltaban algunos minutos para las nueve de la noche, y aunque aquélla no era una calle muy transitada incluso de día, supuse que más de alguien tendría que pasar, alguien que quizá pudiera ayudarme. Media hora después seguía parado a media calle, esperando que alguien se dignara pasar. Nadie se dignó ni en la media hora siguiente. Me rasqué la cabeza con desesperación. Miré mi coche, lo sopesé un minuto y decidí continuar, tal vez no era nada grave. De modo que puse en marcha el motor y me puse a conducir. Pero todos deberíamos saber que cuando el motor empieza a soltar volutas de humo es porque algo muy malo le ocurre.

Resistió un kilómetro, entonces murió, con un ruido que fue subiendo de volumen y que luego sucumbió de golpe. Golpeé el timón con la palma abierta, frustrado. Me había dejado en mitad de la nada, en una calle de dos carriles, circundada de prados y pastizales; menos mal que la noche no era negra. Arriba una miríada de estrellas me vigilaba con sus ojos titilantes y le daban a mi entorno un aspecto fantasmal.

«¿Qué voy hacer?», me pregunté. Bajé del coche, pateé un pedrusco y miré a uno y otro extremo de la calle, esperanzado en ver la luz de los faros de algún auto. ¡Sorpresa! Delante había una luz. Corrí al centro de la calle, para que me vieran y esperé, esperé... Me había precipitado. La luz que veía delante no se movía y no parecía estar en la calle, sino a un lado, y no era una luz, ni dos, eran varias. Era una casa, y no quedaba lejos, quizá allí pudieran ayudarme. Me guardé las llaves del coche en el bolsillo y empecé a caminar.

He de admitir que en esos momentos ya me sentía intranquilo. Corría una brisa fresca que agitaba los pastizales, que a la escasa luz de las estrellas parecían bailar, como si tuvieran vida. Pero supuse que se debía a mi entorno, y la hora, no a nada sobrenatural.

Conforme me acercaba a aquel grupo de luces, me fui dando cuenta que no se trataba de una casa cualquiera, era una enorme construcción de cuatro pisos, estacionamiento, jardines, piscinas y quién sabe cuántas cosas más. ¡Estaba ante un hotel! Y no un hotel cualquiera por lo que podía ver, sino uno clásico, de estilo gótico mezclado con algo del renacimiento. Y al parecer hasta los clientes eran clásicos. Los coches eran autos que hacía varias décadas habían dejado de salir. Pero allí había hasta una docena, Renault, Volkswagen, Citroën, Ford, Seat y otros a los que no les vi la marca. ¿Había acaso dentro alguna celebración especial? Bueno, no importaba si no me invitaban a su fiesta, me conformaría con que me prestaran ayuda.

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