101) La promesa de una madre

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Carlitos no recordaba haber tenido una madre. Bueno, por lógica tenía una, sólo que no la conocía. Papá sí que tenía, aunque sólo lo conocía por fotografías. Él había emigrado a Estados Unidos cuando Carlitos no era más que una llorona pelotita rosada. De eso hacía más de siete años. Actualmente vivía en casa de su abuela materna, que para él era su mamá, aunque era su papá quien cada cierto tiempo mandaba algunos dolarcillos para ayudar en su mantención y en su estudio, y muy de vez en cuando incluso hablaban por teléfono. En cierta forma se podría decir que Carlitos no tenía madre ni padre. Pero tenía a la abuela, dos tíos y una tía a la que el marido había abandonado, y dos sobrinitos más pequeños que él que a veces no entendían cuando intentaba explicarles algún juego.

Por lo general siempre estaba haciendo algo: jugando, viendo la televisión, manchando libros, estudiando, jugando alguna broma a su anciana abuela, entre otras tantas actividades de un infante de ocho años. Se podría decir que Carlitos era feliz. Sin embargo, siempre se colaba uno de esos días en los que amanecía melancólico, cabizbajo, sin ánimos de hacer nada. Sentía un vacío enorme en su pecho, como cuando pierdes algo que querías mucho. Sólo que Carlitos no recordaba haber perdido algo. Pero entonces, un vistazo entre la cerca a la calle, un mandado a la tienda de la esquina, y una madre llevando de la mano a su hijo, una madre comprando un helado de la carretilla a su pequeño, un padre jugando fútbol con su infante... y Carlitos sentía que los ojos le escocían, muchas veces se contenía, otras, terminaba en un rincón de su habitacioncita, sollozando en silencio, para que nadie lo notara.

Los días del padre y de la madre eran especialmente tristes para el pequeño. Por lo general fingía indiferencia, o traba de pasárselo bien como los demás, pero era seguro que durante la noche su almohada se mojaría de saladas lágrimas. Su padre siempre le llamaba en el día del padre, le decía que lo quería mucho y que uno de esos días le daría la sorpresa de aparecer por allí. Pero nunca aparecía. El día de la madre era un asunto aparte, no tenía nadie que le llamara, ni que lo fuera a ver, y aunque trataba de llenar ese vacío con su abuela, ella era, a fin de cuentas, su abuela.

Fue uno de esos días que decidió que quería saber más de su madre.

Empezó por preguntar a su abuela cómo se llamaba su mamá. La abuela no quiso responderle a la primera y siguió bordando una manta como si no lo hubiera oído, pero Carlitos preguntó una y otra vez hasta el punto de volverse exasperante.

―María ―dijo al final la abuela, los ojos chispeantes. Carlitos había empezado a creer que se había pasado de la raya y que recibiría una azotaina, pero su abuela se limitó a mirarlo con ojos de enfado―. María era su nombre.

―¿Era?, ¿Quieres decir que murió?

―No. No lo creo. Pero para mí como si lo estuviera.

Carlitos siguió preguntando e incordiando, pero la abuela ya no respondió. Sólo fingió que no existía.

María. Se llamaba María. Por lo menos ahora tenía el nombre. Quizá si preguntaba por todas las Marías de la ciudad diera con su madre. Pero era una tarea titánica, y lo más seguro era que no estuviese en la ciudad, de lo contrario ya lo habría ido a ver. Seguiría preguntando a su abuela. Ella era su madre, tenía derecho a saber quién era y qué había sido de ella.

Pero al siguiente día, cuando salía de la escuela, ocurrió algo muy raro. Caminaba por la acera, medio distraído, pensando en la forma de sonsacar información sobre su madre a su abuela, cuando escuchó que alguien decía su nombre. Miró atrás y a los lados, medio asustado. Sabía de los peligros de la ciudad: roba-chicos, bandidos, mareros, secuestradores, y más. Tras él venía un grupo de jóvenes, centrados en sus celulares. Delante iba un grupito de niños más chicos que él, haciendo escándalo como si en ello les fuera la vida. Nadie que lo conociera. Nadie que supiera su nombre.

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