91) Una noche en el bosque (II)

348 26 3
                                    

No recordaba cuánto había corrido. Pero su corazón desbordado y su agitada respiración atestiguaban que un buen trecho. Aunque quizá fuera solo producto del inmenso terror que atenazaba sus entrañas. No comprendía con claridad lo que ocurría, solo sabía que no era bueno y que estaba aterrado hasta el tuétano. ¡Por todos los cielos! ¿En qué embrollo estaba metido?

Se había detenido bajo la frondosa copa de un ceibo. A su alrededor diez mil árboles lo observaban con hojas susurrantes y vaivenes hipnóticos. Además de eso, el bosque estaba sumido en un silencio hosco. En el cielo, al este, se adivinaba una luz argéntea, suministrada por la luna creciente, demasiado débil para llegar al tapete de hojas muertas que alfombraba el suelo.

En la distancia se oyó un aullido. Se encogió ante el escalofriante sonido, e instintivamente apretó con fuerza el tubo de hierro del cañón de la escopeta. El aullido venía de muy lejos, creyó. Lo que no dejaba de ser sorprendente. Estaba a escasas decenas de metros de los hombres lobos cuando se había echado a correr, y ahora parecía haberlos dejado atrás. ¿Acaso no era tan mortíferos como creía, ni rápidos, ni fuertes? ¿O es que el miedo lo había hecho correr cuál leopardo? No importaba, lo que sí venía al caso es que de momento se encontraba a salvo.

Se agachó unos momentos, buscando recuperar algo de aliento y aprovechó para poner dos cartuchos nuevos a la escopeta. Cuando hace ratos le disparó al monstruo castaño, aunque había visto sangre no había notado gestos de dolor. Pero quizá sí lo había herido. Quizá los monstruos, que eran mucho más racionales que lo que los cuentos contaban, habían retrasado la persecución para prestar auxilio a su compañero.

Sí, eso debía ser, se convenció.

Lo que calificaba a los hombres lobos como seres pensantes. Lo que significaba que irían por él. Era un pensamiento sobrecogedor este último. De pronto decidió que ya había descansado suficiente. Tratando de ser muy sigiloso, se puso a caminar a pasos rápidos. De buena cuenta que era muy bueno siendo sigiloso, todo cazador debía serlo.

Lo más difícil no era caminar, ni ser sigiloso, lo más difícil era ubicarse. Sí, sabía que la luna salía al este, pero en qué punto del bosque se hallaba, ¿al norte o al sur? En su loca carrera no se había preocupado por la dirección, lo único que quería era salvar el pellejo, salvarse de aquellos horrores.

Si lograra encontrar la laguna. De allí al Jeep, escondido entre la maleza, solo había un par de kilómetros. Pero orientarse en aquel lugar oscuro y lúgubre parecía imposible. Trató de hacer memoria, procurando recordar si había corrido hacia su derecha o hacia la izquierda, o en línea recta. Pero lo único que consiguió recordar fue el miedo, los aullidos que repiqueteaban en su alma, y las formas semihumanas y horrorosas de los tres hombres lobos recortadas en la cima de la colina.

Un aullido hendió la noche a sus espaldas. Cerca, más cerca que el último. «Me están alcanzando». Sin embargo, no dejaba de extrañarle que solo fuera un aullido. «A lo mejor uno se quedó con el compañero herido», aunque no guardaba muchas esperanzas.

Paralelo a sus pensamientos un aullido hendió la noche. Pero no a sus espaldas, sino a su derecha. El aullido de su derecha encontró eco en la izquierda. ¡Cielo Santo! ¡Estaba rodeado! Tres aullidos, atrás y a los lados. Tres bestias horrorosas cerrando el cerco, adiós a la posibilidad de que sus disparos mataran al castaño. ¿Es que además de ser monstruos que no tenían que existir más que en las leyendas y mitos también eran inmortales? De ser así, sus posibilidades de salir de ésa eran más bien nulas.

Pero si consiguiera llegar al Jeep podía escapar. Dudaba que aquellas bestias pudieron alcanzarlo a ochenta kilómetros por hora. ¿Pero dónde estaba el Jeep?

Cuentos de terror ✔Donde viven las historias. Descúbrelo ahora