141) Lady Mind (I)

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A veces creo que es mi imaginación, producto de mi conciencia, otras; que he me he vuelto loco. Cualquiera de las dos opciones es mejor a la que he barajado los últimos días. Me niego a aceptar que es real, me niego, me niego...

La veo en mis sueños, con sus largas faldas, sus blusas recatadas y sus zapatos de tacón. A veces lleva sombrilla y otras un sombrero. Otras veces lleva el cabello suelto, cayéndole como cascada en la espalda, negro como sus ojos. Otras veces lo lleva trenzado. Pero siempre trae los ojos tristes, acusadores, cargados de venganza, me parece a mí.

Ella es Lady Mind, la mujer de mis tormentos.

No sólo la veo en mis sueños, ojalá fuera tan sencillo como unas simples pesadillas. También está en mi realidad. Sí, en mi realidad; aunque me niego a creer que ella sea real. La veo a veces en el espejo cuando me afeito; en el reflejo de las sopas cuando me dispongo a comer; en los vidrios de las casas; en los rostros de mucha gente; en la ventana cuando me dispongo a dormir; en mis sueños, cuando por fin me duermo. Ella es Lady Mind, el recuerdo que me está volviendo loco. Sí, un recuerdo, porque me niego a aceptar que es su espectro el que me acosa.

La conocí un año atrás, cuando se vino a vivir a la ciudad, a casa de sus tíos. Ella era la única hija del señor y la señora Mind, familia de abolengo, pero que había preferido mudarse a la tranquilidad del campo.

Tenía dieciséis años cuando se mudó a la ciudad; en parte, por insistencia de ella al oír a su madre relatar sobre la ciudad, sobre las finas damas, los elegantes caballeros, los suntuosos banquetes, los galantes bailes; ella quería formar parte de esa vida. Y en parte, porque los mismos tíos de la joven, también de apellido Mind, habían intercedido en favor de ella: ella pertenecía a la aristocracia, dijeron, y en los círculos de la alta sociedad debía moverse si querían concertarle un buen matrimonio, además de que serviría de compañera a una hija de edad similar que ellos tenían.

Fue así como Lady Arelí Mind llegó a la ciudad. Su coche era negro, tirado por cuatro caballos, cuya trápala hizo que me volviera hacia el carruaje. Fue cuando la vi por primera vez; su rostro redondo sin mácula, sus labios gruesos y sensuales tocados con carmín, su cabello una trenza negra y un sombrero tocando la corona de su cabeza, yo sentado en una banqueta del parque, olvidado de la revista en mis manos. Se volvió y posó sus hermosos ojos negros en este pobre desgraciado, sentí cómo el amor me consumía. Le sonreí como idiota y alcé la mano para saludarla con torpeza. No sé si llegó a mirar mi saludo.

A partir de ese momento mi corazón se vio consumido por el amor; mi mente era un torbellino de pensamientos y sueños. A ratos andaba triste por no saber quién era la hermosa joven, otras veces sonreía como idiota imaginando un futuro a su lado.

Mi nombre es Edward Mills, y como sabrán, también pertenezco a la nobleza de la ciudad. Ahora tengo veintiún años, es decir, en las fechas que conocí a Lady Mind era un joven de veinte. Me considero buen mozo, y sé que la fila de chicas que ansían un matrimonio conmigo es larga, al menos en ese tiempo, antes que desvariara por la joven Arelí. De modo que pensé que sólo tenía que averiguar quién era la joven, y lo demás estaría resuelto.

No tuve que indagar demasiado. Una semana después, los Mind dieron una fiesta para presentar a su joven sobrina a la sociedad. Los Mills, por supuesto, éramos invitados de primera fila.

Siempre acostumbro llegar tarde a las fiestas. Me gusta hacerme desear. Pero esa vez, ansioso por mirar a cada persona que fuese llegando, fui de los primeros en apersonarse. Fui recibido con cordialidad por los anfitriones, sin dejar de percibir las miradas de borrego que la hija de ellos me prodigaba, otra Lady Mind, una joven más bien regordeta y con dientes un poco grandes (que poco después sería considerada la segunda Lady Mind, a pesar de que era mayor que Arelí); tenía muchos pretendientes, pero yo no le miraba el atractivo.

Recuerdo que me reuní con un grupo de amigos, todos buenos mozos, pero más que charlar con ellos, me dediqué a espiar la puerta de entrada al salón de la fiesta. La desesperación y la frustración se apoderaban de mí con cada minuto que pasaba sin ver aparecer a la dueña de mi corazón, hasta que me sentí nostálgico y apesadumbrado. Me planteé que quizá no pertenecía a mi clase social, pero luego recordé el elegante carruaje y deseché la idea.

Hasta que llegó la hora en la que el maestro de ceremonias anunció el momento cúspide de la fiesta; la presentación de la sobrina de los anfitriones. Cuál no sería mi sorpresa cuando veo que quien desciende por las escaleras es la joven de cabello negro que flechó mi corazón. ¡Estaba hermosa esa noche! Y no soy el único que la ve con los ojos dilatados de la emoción. Con molestia me doy cuenta que no seré el único en la carrera por conquistarla.

¡Y vaya si lo intenté! ¡Que me aspen si no lo intenté!

Como el buen caballero que soy, esperé mi turno para saludarla y darle la bienvenida. Esperaba una sonrisa de reconocimiento, señal de que recordaba nuestro fugaz encuentro cuando llegaba a la ciudad, pero me miró como a los demás, con más desgana si cabe. Eso me dolió un poco.

Ya que sabía la identidad de la joven, intenté ganarme sus favores con los galanteos tradicionales. La invitaba a bailar en cada fiesta que nos encontrábamos, y le escribía con constancia cartas en las que desgranaba una a una las virtudes que habían logrado que mi corazón palpitara por ella. Llegué a enviarle flores, e incluso la invité al teatro, diciendo que yo mismo pediría permiso a su tío en su nombre si consentía en acompañarme.

Bailaba conmigo por cortesía, era escueta en sus respuestas y sus preguntas demasiado punzantes. Mis cartas nunca recibieron respuestas, a no ser aquella en la que de forma muy clara me pidió que no la siguiera incordiando. Y de mis invitaciones al teatro, ni qué decir.

Estaba muy claro que mi persona no le era grata a Lady Mind. Y como la forma tradicional y romántica no funcionó, decidí que era hora de involucrar a la familia. Los Mills ocupamos una posición preeminente en la ciudad, y cualquier familia querría emparentar con nosotros para ganar sus favores. Así que le conté a mi padre mis sentimientos y solicité su ayuda.

Hubo cenas recíprocas entre ambas familias, y después, cuando se hubo tanteado el terreno, le comentó que le gustaría que los lazos de ambas familias se estrecharan mediante la unión de su sobrina y yo.

―Eso tendrá que consultarlo con su padre, no conmigo ―fue la sagaz respuesta del Sr. Mind.

Y a visitar a sus padres nos fuimos, unos días después. Al parecer, Lady Arelí ya había escrito a los señores de Mind, porque topamos con una negativa. Eso me hirió en el corazón, y a mi padre en el orgullo. Juró que entorpecería el camino de los Mind hasta llevarlos a la quiebra. Pero yo le pedí que se olvidara del asunto, que yo también lo haría.

Continuará...

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